Hilas, hilando fino

Peor que el fundamentalismo del feminismo radical, son su ignorancia artística y su estrategia mimética

La Galería de Arte de Manchester, al descolgar el cuadro de J. W. Waterhouse, "Hilas y las ninfas", dio la razón a mi artículo en defensa de las azafatas con tanta contundencia que lo aplastó. Frente a un hecho así de brutal: descolgar un hermosísimo cuadro de hace un siglo porque no encaja en los rígidos márgenes del puritanismo progresista posmoderno, mis volutas argumentativas resultaban innecesarias.

Pero incluso frente a lo brutal se puede hilar fino. Se debe. El cuadro de Waterhouse representa el mito de Hilas, que no es la historia de una sumisión femenina, ni mucho menos. Hilas era hijo de rey, aunque su padre Tiodamante no le impuso el Toisón. Por los pelos, porque Hércules, tras dejarlo huérfano, le coge ley, lo entrena y lo enrola, bajo su protección, en la tripulación de la Argo, que iba en busca del Vellocino de Oro, al que representa, justamente, el Toisón. Ahí surgen las náyades, que, en el cuadro, en efecto, ponen caritas de sumisión y arrobo. Pero cuidado, que hay que saberse la historia, sobre todo si uno dirige un museo de importancia. Esas ninfas abducen a Hilas y lo apartan de su prestigioso destino de Argonauta. Hércules, desconsolado, lo buscó mucho tiempo, sin encontrarlo jamás. En verdad, el cuadro representa una triple victoria de las féminas: sobre el aristócrata Hilas (un toque social), sobre el canon occidental, porque Hilas se sale para siempre de la gran literatura (un toque de estudios alternativos) y sobre el invencible Hércules (un toque de lucha de sexos). ¿Qué más podrían haber querido, si supieran?

Ignorancia que, además, demuestra la torpeza del feminismo radical, como la de cualquier fundamentalismo, ciego para los matices. Han descolgado, en defensa de la mujer, la representación de una victoria feminista. Y lo hacen porque no les gusta el método: la seducción y la belleza. Habrá que descolgar los cuadros de Judith, de las sirenas, de Cleopatra… Lo que el feminismo tiene de latente deseo de imitar al hombre queda en evidencia. ¿Sólo vale imponerse por la fuerza bruta? Prohibir la sabia seducción de una supuesta sumisión sería tanto como vedarnos a los escritores la sugerencia, la elipsis, la connotación, la lítote o la ironía por ser recursos literarios desvaídos e indirectos, indignos de esta época en que reina la más absoluta libertad de expresión (ya, ya) y donde a la fuerza hay que decirlo todo a gritos y a lo bestia.

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