El Gobierno andaluz ha aprobado esta semana un proyecto de ley de Cambio Climático. Propuesta bienintencionada y de alto rendimiento propagandístico, pero de dudosa utilidad regional. El Parlamento autonómico definirá políticas públicas para paliar el cambio climático y reducirá emisiones. Legislar es gratis, pero es difícil en esta materia inventar y aplicar planes distintos a los europeos o nacionales. Limitar emisiones si no lo hace el vecino tiene un beneficio relativo. La contaminación de una central como la térmica de Carboneras no puede estar sujeta a una legislación regional. Y si hay un vacío legal sobre la compra de las emisiones difusas en transporte, agricultura, edificación o viviendas, habría que solventarlo en el ámbito continental.

Pasa en este tema como con el proyecto de ley contra la obesidad, lanzado por la Junta hace un año. En España no podemos tener 17 normas que limiten la fabricación o publicidad de alimentos grasos o con exceso de azúcar. Las diferentes autonomías habrán de atenerse a los parámetros establecidos para en el mercado comunitario. Pero nos gusta legislar y presumir de que somos la primera comunidad en hacerlo en esta u otra disciplina. Hay que darle trabajo a los 109 diputados del Parlamento andaluz. Aquí, como en la teoría de la evolución de Lamark, la función hace al órgano; aunque se aprueben leyes como la de la Dehesa y del Olivar, que seis o siete años después no se han desarrollado o no tienen financiación.

El caso catalán pone en evidencia la inflación legislativa española. En Cataluña hay 135 diputados con un Parlamento que cuesta 52 millones de euros al año y lleva cerrado mes y medio. Mientras que la pequeña minoría catalanista en el Congreso habla y protesta, la amplia oposición en el Parlament no tiene voz, porque la actividad ordinaria de la Cámara está paralizada por los sediciosos. La cuestión es si España necesita 1.200 legisladores en los 17 parlamentos regionales, 350 diputados en el Congreso, 266 senadores y 54 eurodiputados. O si se puede permitir mantener las diputaciones provinciales solapadas con la nueva administración autonómica. O si el Estado aguanta tener 8.120 municipios con capacidad de gasto.

La reforma constitucional que se avecina, ocurra lo que ocurra en Cataluña, debería delimitar las competencias exclusivas del Estado y las comunidades autónomas, que la Constitución del 78 no dejó claras y el Tribunal Constitucional ha enmarañado aún más. Y las autonomías habrían de ceñirse a sus competencias y capacidades. Serían muy deseables planes regionales de movilidad en los grandes municipios, que fomenten la peatonalización, el transporte público y el uso de la bicicleta. Es cierto que Andalucía corre mayores riesgos de descenso de precipitaciones, aumento de la temperatura y desertización, pero Europa no puede combatir los efectos del cambio climático con 272 leyes regionales. ¿O sí?

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