NUNCA es tan importante el mar y los espacios abiertos como en este tiempo de días cortos y fríos. Durante años deje de ir a las playas en verano, a los bosques dorados en otoño, al nacimiento de la primavera en la campiña, a las casas confortables del invierno del norte. He estado en el lugar contrario en cada estación esperando, quizá, que las estaciones vinieran a mí como regalo gratuito. No pasa así. He visto la primavera y el otoño desde lejos, y el verano y el invierno desde encierros, vivificador aquél y mortificante éste. No tengo nada que reprocharle a la naturaleza, que es la que es, sino a mí por no haber sabido disfrutar mejor de ella cuando tuve la oportunidad. Cada estación es una invitación a la vida, un nacimiento, un símbolo de la existencia. Iremos al mar pronto, que es el principio de todo y lo contrario de encerrarse. El aire más libre es el de mar, el que aviva la curiosidad de saber qué hay más allá.

Por un sentido particular de la justicia me tendré que resarcir de este invierno, recién llegado el oficial y en retirada el verdadero, que no será peor que otros: será mejor por haber sido en el que me ha dado cuenta clara de que no fui creado para los espacios cerrados y fríos, para el rincón del fuego, la noche y la badila. Vendrá la primavera de la libertad con sus verdes innumerables, el verano del sol impertinente y benéfico, que lo mismo hace desiertos tórridos que islas con tesoros. Si el hombre pensó en la existencia de un Paraíso Terrenal, de una Edad de Oro y de otro Paraíso para descanso eterno, es porque la tierra le pareció inhabitable cuando se tuvo que adaptar a climas inhóspitos. Si las migraciones del norte o de las estepas frías buscaban el sur y el mar y se quedaban, era para huir de los hielos y de las nieblas. Buscaban tierras de vino y miel, de arboledas y fuentes, en las que el sol se levantara del horizonte y trajera una brisa cálida.

Esto no quiere decir que abandonemos nuestra vida conventual que con tanto esfuerzo hemos conseguido y tantos años nos ha costado. La vida del claustro tiene compensaciones difíciles de encontrar en la calle. Será más bien una reforma, una ampliación de los horas de recreo y de locutorio, y que el refectorio tenga huéspedes frecuentes, pero sin olvidar ni una hora canónica. Los monasterios no tienen por qué aislar, sino más bien ser el centro desde donde irradie la consolación de los solitarios y melancólicos, de los que no tienen nada que ocultar ni necesidad de mentir, porque su vida es clara como la luz y bondadosa como la nobleza. Iremos al mar de nuevo: luz sobre la luz y claridad sobre la claridad, verdad que nos acerca a más verdades, tiempo para recuperar un tiempo no perdido, pero sí en suspenso; para seguir en nuestro medio sentimental: viñas, bosques, ríos y, sobre todos ellos, mar inmenso, primigenio y eterno.

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