No sé si les pasa lo mismo, pero yo flipo con el tiempo que dedicamos los humanos a trabajar. No entiendo la burrada de horas que echamos de lunes a viernes (en comparación, por ejemplo, con lo que trabaja una oveja, que es de los animales más estúpidos que hay), ni me cuadran las cuentas tampoco con lo que toca trabajar a lo largo de una vida. Porque aparte de ese montón de horas semanales habrá que estar apechugando, para colmo, un montón de años más de lo que sería saludable, con tal de cotizar para el momento de la jubilación. Pues sí, flipo porque en el siglo que permitirá pasar las vacaciones en un hotel de Marte, habrá, sin embargo, que trabajar forzosamente hasta unas edades a las que lo suyo no sería estar aguantando broncas de ningún jefe, sino estar montándolas uno mismo, pero en el casino del pueblo, con un copazo de aguardiente en la mano mientras se echa la partida.

Igual que no me salen a mí, tampoco parece que les cuadren las cuentas a los expertos economistas. Pero no porque consideren que habría que trabajar la mitad, sino justo por lo contrario. Porque, según dicen, para mantener este sistema de pensiones, deberíamos ir metiéndonos en la cabeza que habrá que trabajar aún más. Pues estamos aviados.

La esperanza de vida cada vez es mayor. Los jóvenes, además, suelen encontrar su primer empleo a la edad a la que antiguamente ya tenían un hijo en la mili. Por eso es razonable plantear medidas para que se puedan seguir costeando las pensiones. Es comprensible que la sociedad tenga que generar unos ingresos que permitan mantener a unos pensionistas ociosos (aunque el ocio lo gasten luego en levantarse a las seis de la mañana para pelar judías o para acercarse a ver qué tal van las obras de asfaltado en el barrio). Lo incomprensible es que tengan que ser precisamente los que están más cascados dentro de esa sociedad quienes tengan que seguir produciendo semejante riqueza.

Pasando por alto que someter a unos anciano al esfuerzo de trajinar como si tuvieran medio siglo menos -ya sea poniendo ladrillos o dando clases de Francés en un instituto- puede ser tan inmoral como tener a un niño de diez años cosiendo zapatos en una fábrica, no podemos negar que el panorama que se nos presenta resulta doblemente desolador. Por un lado, a la mayoría de nuestros jóvenes lo de encontrar trabajo a cambio de un sueldo digno les suena igual que si les hablaran de viajar en el tiempo. Por otro, sus mayores estarán obligados a alargar la vida laboral hasta que el cuerpo aguante. Así que nos tendremos que acostumbrar a ver cómo en las terrazas de los bares los abuelos serán los que se aperreen haciendo equilibrio con las bandejas, sirviendo con pulso temblón los cafés, intentando que no les cruja el lumbago mientras despejan las mesas, y trayendo otra ronda de cubatas a sus propios nietos. Esos nietos que, por no encontrar un trabajo ni a tiros, tendrán que seguir viviendo a costa de los que nunca podrán jubilarse del suyo. En fin, otro episodio del mundo al revés.

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