Una vez más llega la Navidad con sus luces, árboles y belenes. Es una fecha en la que los buenos sentimientos quisieran abrirse paso entre la bruma. Es como si el mundo se detuviese para que los seres humanos tengan la oportunidad de reflexionar y dejar de lado sus desavenencias invadidos por la ternura de un niño nacido en Belén.

Pero la realidad que impera en el panorama actual hará que no todos disfruten igual de la celebración. Unos tendrán paz y otros, como los que huyen de Alepo o como los sobrevivientes de los atentados en Berlín, se conformarán con mantener enarbolada la bandera de la esperanza.

La anhelada noche de paz no será completa mientras las injusticias del mundo prevalezcan entre los hombres, mientras haya pateras llenas de seres humanos desfavorecidos que se lanzan al mar buscando una luz, mientras haya niños que mueren de hambre, mientras el terrorismo campe a sus anchas, mientras las desigualdades sociales no desaparezcan y den paso a la buena voluntad, la integración y la solidaridad.

Para los cristianos, la Navidad es el encuentro de Dios con su pueblo. Es el nacimiento de un niño indefenso que regala misericordia y alegría mientras duerme en un pesebre, ignorado por muchos pero dispuesto a darse a todos. Sus regalos son tan maravillosos como intangibles, una sonrisa, un recuerdo con sabor a infancia, una caricia en el alma, la mirada cercana de los que se han ido o una melodía perdida en el descuido del tiempo. Pero el mejor de todos sus regalos es el amor. Un amor que no todos comparten, ni valoran, ni desean. Pero que una vez que se siente es imposible guardárselo para uno mismo, hay que compartirlo. Feliz Navidad.

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