Hay preguntas difíciles de contestar. Si a mí, por ejemplo, me abordaran por la calle unos reporteros preguntando si me siento orgulloso de ser gay, estaría en un aprieto, porque podría responder que sí (lo cual no sería exacto) pero podría contestar que no, en cuyo caso el titular quedaría más o menos así: Taboada no se siente orgulloso de ser gay. Vaya encerrona.

Sin embargo, hay preguntas para las que sí que tengo respuesta clara. ¿Le parece a usted bien que se celebren fiestas del orgullo gay, lésbico, etcétera? Ahí no tendría ni media duda. Me parece perfecto. ¿Por alguna razón en particular? Por una no, por unas pocas.

La primera razón es de orden político: tomar las calles para hacer reivindicaciones de manera festiva (ya que estos jolgorios se aprovechan para denunciar, por ejemplo, que la pena de muerte contra los homosexuales sigue vigente en países como Irán) me parece un ejercicio público bastante saludable. Frente a esas otras manifestaciones en las que, para dar argumentos, se le revienta el escaparate al frutero de la esquina, o se le mete fuego a un autobús urbano (que debe de ser un símbolo con ruedas del fascismo); y frente a esas otras algaradas como las de Venezuela, donde exigir un poco de democracia ha costado ya un buen puñado de muertos, me quedo con manifestaciones como estas del Orgullo, donde se ven muchas porras, pero reciben un uso distinto del tradicional.

Aparte de ese ingrediente un poco jipi que propone más morreos y menos guantazos, hay una segunda razón, ya de orden moral, que me lleva a aplaudir unas manifestaciones como éstas, tan provocadoras y carnavalescas. Y es que, cuanto más miedosa se vuelve Europa, más ruidosos tenemos que ser para defender nuestras libertades. Sobre todo hay que defenderlas ante las amenazas integristas de unos fanáticos que, en vez de retirarse al desierto a rezar por nuestras almas descarriadas, se plantan en los bares de París a acribillar a la clientela, y que para demostrar lo equivocadas que son nuestras ideas, nos enseñan lo avanzadas que son las suyas acuchillando a la gente que pasea por Londres. Por eso, en un mundo amenazado por los defensores de la lapidación, me parece más acertado que nunca celebrar cabalgatas donde la gente vaya sin burka y se sienta orgullosa de haber superado la época de las Cruzadas.

Para los que cifran la dignidad de las mujeres en el largo de su falda; o para los nuevos valedores de la censura que se escandalizan porque se vea tanta carne en la publicidad; y para los que sacan autobuses de propaganda con la intención de explicar que la homosexualidad es como la varicela, que se cura, vienen estupendamente estos saraos.

Para acabar me gustaría brindar una razón estética a favor de la fiesta, pero entre tanto plumerío, tantos escotes sobre pecho de lobo, esos zapatones de plataforma que me lleva alguna como para escoñarse viva y esa música que ellos mismos califican de chochi petarda, es difícil dar con una convincente. Menos mal que tienen esa bandera de colorines tan chula y que para los amigos del luto debe de resultar una provocación. Otra más.

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