SI hay un sentimiento extemporáneo en nuestra sociedad, es el de la culpa. No hablo de la culpa jurídica -que todavía existe-, sino de la culpa que nos atormenta en privado por algo que quizá sólo conocemos nosotros. Esa incómoda punzada de malestar por algo que hemos hecho o dicho se ha convertido en una rareza. Sería interesante que les pidiéramos a los escolares de ESO una definición razonada de la culpa. Seguro que el noventa por ciento -y me quedo corto- no sabrían qué contestar. Pero es lógico que sea así. En una sociedad infantilizada que hace del goce continuo el único fin de la vida, la culpa se ha convertido en un sentimiento del que casi nadie quiere saber nada, como si fuera un gafe que trasmite la desgracia. La culpa nos exige introspección, responsabilidad y sentido del deber, y ninguna de estas condiciones suelen darse entre nosotros. Queremos vivir para disfrutar y para reírnos, no para amargarnos la vida. Cuando todos nos creemos programados para la diversión y la alegría, la culpa nos parece uno de esos pelmazos que irrumpen en las fiestas gritando que ha habido doscientos muertos en un accidente de tren. En Katmandú.

La culpa se asociaba antes con el sentimiento de pecado y con una concepción religiosa de la vida, pero también afectaba a las personas no creyentes, como ocurría en las películas de Ingmar Bergman. Todo eso cambió en los años sesenta, cuando la sociedad occidental, harta de imposiciones y de prohibiciones, se impuso la meta del placer continuado. Desde entonces, la culpa ha ido cayendo en una especie de limbo emocional, y poco a poco se ha ido extendiendo la idea de que nadie tiene la culpa de nada, ya que la culpa es el producto de la manipulación religiosa o del autoritarismo político. Por eso buscamos eximentes o justificantes de todas las conductas, por crueles o monstruosas que sean. Cualquier acto puede tener una excusa psicológica o social que prive de responsabilidad a quien lo comete. Y ahora mismo vivimos convencidos de que podemos hacer lo que nos dé la gana, con tal de que obtengamos un beneficio económico o consigamos satisfacer cualquier capricho infantil.

Ayer vi a un penitente cargado con dos cruces y de pronto caí en la cuenta de lo extraño que era ver a alguien que hacía pública su culpa por algo que sólo él sabía. La Semana Santa es una representación colectiva de la necesidad de expiación, y esto es un misterio insondable en nuestros tiempos. Es cierto que hay algo -o mucho- de teatral y de festivo en la Semana Santa, pero también es innegable que es una de las escasas tradiciones en las que sobrevive la culpa individual. Y la culpa, no lo olvidemos, es uno de esos extraños sentimientos que todavía nos definen como seres humanos.

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