Dentro de este loco clima que tenemos, la primavera se nos va, se nos viene y ya casi nada es como era. Ni siquiera abril ha traído aguas mil este año. Es estación que, en cualquier caso, asociamos a una suerte de regeneración, por aquello de que la propia naturaleza renace tras el invierno y nos traslada su optimismo de mañanas luminosas. Pero, desgraciadamente, esa regeneración no parece llegar nunca a otras facetas de la vida, que parecen ancladas de manera tozuda en la oscuridad invernal. Pocas cosas hay más oscuras que la corrupción, que parece haberse instalado en nuestra vida política para quedarse. Quizás es que ha estado desde siempre entre nosotros y es tan solo ahora que cobra unas formas más llamativas, según logramos saber cuando afloran los casos, gracias a un -hasta ahora- independiente sistema judicial. Y digo hasta ahora, porque, en el último caso de trama corrupta descubierta, los movimientos atisbados dentro de la propia fiscalía anticorrupción, el supuesto soplo de un o una magistrada a los investigados, las entrevistas o mensajes entre estos y altos representantes del poder ejecutivo, más la participación de algún excelso actor del cuarto poder, la prensa, configuran un panorama en el que uno ya no está seguro de nada y se cuestiona todo. Quizás ninguna cosa hasta ahora tan fea y, sobre todo, con tanto descaro. Pura podredumbre, aunque solo sea por las sensaciones que transmiten, que ya carece de importancia el resultado final -hasta ahora todo es presunto- de la investigación. Y lo que más me preocupa es la incidencia, clara y directa, de esos comportamientos en la desafección del ciudadano de a pie hacia la clase política, un desafecto que ya sabemos a qué nos conduce. Los populismos de todo signo nos acechan y en más de un sitio se han terminado imponiendo. Frente a todo ello nada o casi nada se hace. Nuestro primer gobernante, con su habitual tancredismo, aspirará como siempre a que el tiempo borre la memoria tanto desafuero, pero eso nunca alcanzará a restaurar la confianza destruida.

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