Nunca me los acabé de tragar. Ni los chismes sobre fantasmas que hacen ruido en el desván para quitar el sueño a los nuevos inquilinos, ni las historias de esas autoestopistas espectrales que desaparecen del asiento trasero de los coches en cuanto llegan a la curva donde sufrieron aquel accidente. Nada de eso me pareció hasta ahora digno de crédito. Pero desde que España entera presenció hace unos días cómo alguien puede desaparecer de una fotografía institucional, como si se lo hubiera tragado la tierra, he vuelto a sentir escalofríos.

Todos lo hemos visto. De la foto en la que posaba, junto a los compañeros del Govern a los que traicionó poco después, se ha borrado misteriosamente la figura del exconsejero Santi Vila. Y lo ha hecho sin despedirse de los suyos, sin dejar apenas rastro, como si una mano de ultratumba lo arrebatara para rendir cuentas en el más allá independentista.

Hay una versión oficial que habla de estrategia estalinista, como cuando el régimen soviético hacía desaparecer la huella de los traidores borrándolos de las fotografías antes de borrarlos del mapa. Pero a esos incrédulos habría que recordarles que no se trata de un hecho aislado. Si hay consejeros que han dejado de aparecer en las fotos -como un buen día dejó Drácula de aparecer en los espejos a los que se asomaba-, no es menos cierto que otros miembros del extinto gobierno catalán también dan la impresión de estar pagando caro algún pacto con el Maligno.

Empezando por el antiguo presidente, que sigue vagando como las almas en pena (dicen que en Bélgica, pero tal vez en los alrededores de Transilvania, o a punto de cruzar alguna puerta hacia otra dimensión), y sin olvidar a los que ingresaron en prisión (que si no sufren repentinas conversiones al constitucionalismo español, es porque se mantienen en un discurso más próximo al de Nostradamus), ha quedado claro que entre el ser y la nada, lejos de reinar el aburrimiento, es donde se parte el bacalao.

Y si todo este jolgorio esotérico se limitara al entorno independentista, tendría un pase, pero es que los fenómenos extraños se han convertido en lo más normal del mundo. Del mundo de la política por lo menos. No hay más que ver el revuelo que hay montado en las sedes de tantos partidos y en los despachos de tantas administraciones públicas. Desde la Generalitat hasta la calle Génova, sin olvidar las estancias del Palacio de San Telmo -donde ocurren fenómenos tan misteriosos como los que se dan en el de Linares- abundan las desapariciones: cuando no son los archivos, son las facturas, los contratos, o los ordenadores con sus archivos, de manera que las cuentas públicas se esfuman al mismo ritmo que se evaporan las pruebas del delito. Y claro, a lo mejor es usted de los que siempre creyeron que a don Quijote le desapareció la biblioteca por obra de un encantamiento. Pero también hay gente escéptica, que piensa que aquello no fue cosa de hechicería, sino faena del cura y del barbero.

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