Alberto Núñez / Seoane

Política y realidad

Es una constante, cerril e impertinente, pero cierta e innegable. La Historia nos la muestra con pasmosa reiteración, la actualidad, asombrosa por reticente, corrobora la vigencia de la incombustible necedad. Me refiero al patológico e incomprensible distanciamiento de la realidad que padecen los políticos al cabo de cierto tiempo en el poder.

No es una regla exacta el tiempo que necesitan los administradores de nuestra sociedad para creerse en un mundo distinto al nuestro, ni tampoco es matemático el grado de desviación del ángulo con el que comienzan a 'mear fuera del tiesto'; lo que no hace excepción a la norma es que, antes o después, siempre sucede.

En ocasiones, puede llegarse a entender, aunque nunca se deba disculpar, que las tareas de Estado requieren actuar con una perspectiva suficiente que, a veces, el resto de ciudadanos no somos capaces de valorar; pero en otras, la inmensa mayoría, tan sólo se trata de un empecinamiento tan procaz como absurdo, tan felón como inconveniente, tan ruin como desleal.

Los políticos, con una asiduidad rayana en la desvergüenza, olvidan que ocupan su puesto para servir a los ciudadanos, olvidan que decidieron, con absoluta libertad, optar a la actividad pública sabiendo, he de suponer, lo que hacían, a lo que iban y para qué lo hacían. ¿Porqué entonces, ese rápido alejamiento de su primera función: la de servir al interés general?, ¿porqué esa camaleónica metamorfosis que les muta de servidores públicos a obsesos egocéntricos, de veladores del bienestar general a ambiciosos desmedidos y fanfarrones, de protectores de la sociedad a falaces vanidosos empedernidos? ¿Es que son todos mentirosos?, no lo creo, ¿es que todos son interesados, lerdos, oportunistas o estúpidos?, tampoco lo pienso. Entonces… ¿qué es lo que les pasa?

¿Qué es lo que les pasa para no respetar lo que el pueblo soberano pide, reclama y exige? ¿No entienden, por ejemplo, que no queremos pactos ni negociación alguna con los terroristas?, ¿no comprenden que en esta guerra, que nosotros nunca quisimos, no puede haber armisticio alguno, que, por fuerza, debe haber vencedores, nosotros, y vencidos, ellos?, ¿no se dan cuenta que, un día tras otro, les repetimos que no queremos perdonar lo que no se debe ni olvidar lo que no se puede?

Nunca alcanzaré a entender el porqué de tan tozuda contumacia, valga la redundancia; ni asomo a concebir la razón por la que, a más de obviar el clamor general, convierten la lealtad debida en un imperdonable cinismo, elevando el insulto a la categoría de ruin desprecio.

¿Cómo, si no, habría que calificar las concesiones y el sangrante trato de favor con que el Gobierno agasaja a los presos etarras?, ¿o a la execrable permisividad del Ejecutivo, que ha hecho posible la continuidad de los cómplices de los asesinos en instituciones locales y regionales, tolerando, en el acabose de lo irracionalmente injusto, el financiamiento de los crímenes etarras con el dinero de nuestros impuestos?, ¿o las presuntas -insultantes, obscenas y degradantes- negociaciones que el Ministerio del Interior mantiene con las repugnantes y malnacidas bestias sanguinarias que han arrancado las vidas a cientos de personas inocentes y destrozado las de todos los que las querían?

No, señores, no. No hay modo racional de poderlo comprender, porque lo sencillo suele ser lo acertado y lo obvio "está ahí", por definición. La obligación de respetar y acatar el sentir popular, también. Sin embargo, ellos, los que gobiernan, hacen incongruente lo que debiera ser consecuente, logrando que 'política' y 'realidad' sea, en lugar de coherente, una perniciosa paradoja, innecesaria y doliente.

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