La tribuna

Jose Manuel Aguilar Cuenca

¿Progresista? Según y cómo

LA actualidad judicial no deja de traer sabrosas historias, que permiten al común de los mortales hacerse una pequeña idea de lo que los profesionales vemos a diario. Martín Turégano, un barcelonés de 34 años, acaba de ser absuelto por la Audiencia Provincial de Barcelona al no encontrar ninguna prueba contra él sobre los supuestos abusos sexuales cometidos sobre sus hijos, que su ex pareja denunció.

El trabajo de la investigación judicial ha determinado que no se ha encontrado ninguna prueba convincente y los psicólogos que los han entrevistado han apuntado a los jueces que las declaraciones de los hijos podían haber sido inducidas por la madre. Pero la historia no está aquí; comienza ahora. Este hombre, tras pasar cuatro meses en prisión, ha vuelto a pasear entre nosotros con secuelas físicas severas y un tratamiento psicológico que se adivina prolongado. Mal trago que le ha traído la vida, del que uno desea se recupere pronto.

Aquí nos podríamos quedar. Otra mala historia de falsa denuncia -cuya cifra, según Montserrat Comas, es irrisoria, y los profesionales que trabajan para la propia Administración de Justicia han cuantificado, en el caso de los abusos sexuales, entre el 80 y el 90% del total- que no será investigada; o tal vez sí, por mor de haber recibido el plácet de los medios. Sin embargo, yo he cometido el error de ir un pequeño paso más allá, paso que me ha llenado de dudas. Andando yo en mis quehaceres he recordado que hace varios años se viene hablando de la reforma de la Ley catalana de Familia y, como no he sabido nada de ella en los últimos meses, me he lanzado a preguntar por el motivo de tan luengo retraso. La sorpresa que me ha provocado la respuesta aún no se ha mudado de mi rostro. La fundada razón que mis colegas -psicólogos y juristas- me han dado ha sido que la reforma duerme el sueño de los justos, en el cajón de algún responsable político. Demasiado progresista para los tiempos que corren, demasiado innovadora para este país, anclado en creencias ancestrales sobre la familia, que poco tienen que ver con lo que ocurre a pie de calle.

Preocupado por las respuestas recibidas me he interrogado a mí mismo. ¿Se puede ser demasiado progresista en unos temas sí y en otros no? ¿Quién es el árbitro que dice lo que sí puede ser y lo que no? Y entonces he vuelto a revisar las ideas que trazaba tan esperado texto. La reforma plantea una ley que prioriza la corresponsabilidad de ambos cónyuges tras el divorcio; es decir, aplica la medida que en Europa se ha potenciado como estrategia básica para conciliar la vida laboral y familiar en la mujer que, de no verse apoyada, tiende a cargarse con toda la responsabilidad. Una ley que valora en los progenitores, a la hora de decidir quién tendrá la guarda y custodia de los hijos, su actitud favorable para que sus hijos se relacionen todo lo posible con el otro padre, lo que conocemos por principio del progenitor más generoso. Una ley que potencia la mediación como estrategia para disminuir el amargo trago del divorcio y sus consecuencias legales, intentando que la filosofía del acuerdo supere al discurso del enfrentamiento. Una ley, en resumen, que colocaría a Cataluña al nivel de las legislaciones de familia más avanzadas en el mundo, como son las de Florida, California, Suecia o Francia.

Imagínense ustedes mi estupor. Compartir, mediar, acordar y ser generoso no tiene cabida en el lenguaje progresista. Es demasiado avanzado para esta sociedad. De todo lo anterior pienso que lo malo no es que esto ocurra en nuestro país, lo malo es que ocurra bajo un Ejecutivo que se califica de progresista y por presiones de aquéllas que dicen abanderar las medidas más avanzadas de equidad social. La conclusión es que parece ser, a los hechos me remito, que ser progresista entonces es serlo en unas cosas, pero no en otras. El progresismo es así conveniencia, según el interés o en función de donde sople el viento. El progresismo es una especie de menú del día, en el que el pope designado oficialmente decide qué platos entran dentro de la ortodoxia y cuáles no se han de incluir.

Estas son malas noticias para los que militamos en ciertas ideas. Hoy estamos obligados, en función de las últimas directrices recibidas en el primer email de la mañana, a acatar cada día algo distinto, como si de estrenar una camisa nueva fuera. So pena de caer en la heterodoxia. No me extraña nada que sea tan fácil para los más brillantes hartarse y decidir no participara en lo público, dejándolo a los que no causa ardor de estómago tener que estar diciendo hoy una cosa y mañana otra, siempre con cara de estar absolutamente convencidos de lo que vocean.

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