HABLANDO EN EL DESIERTO

Francisco Bejarano

Racismo científico

NO sabemos qué pueda significar "racismo científico". Hace referencia, en general, a aquellas investigaciones que concluyen en teorías o descubrimientos políticamente incorrectos. No existe, por tanto, tal racismo, sino el uso racista que la política haga de los avances científicos. La curiosidad del hombre impide que la Ciencia se detenga. Es tarea vana proponer la prohibición de líneas de investigación que den como resultado un saber, siempre beneficioso, que se pueda utilizar también para hacer el mal. Cada vez que se ha intentado ha sido un fracaso; acuérdense, si no, de Galileo, muletilla progre, tan querido como manipulado y tergiversado por los bondadosos del universo mundo. Cuando el premio Nobel James Watson dijo que la inteligencia de los blancos no es la misma que la de los negros, la democrática corrección política blanca se rasgó las vestiduras de diseño y se cubrió la cabeza con cenizas de Davidoff.

Watson es una autoridad en genética que ayudó a descifrar el ADN, pero no le ha valido para impedir que lo expulsen de determinadas asociaciones o le nieguen hablar en algunas universidades. Los veedores de la neoinquisición espían y acechan para cortar las disidencias. Las investigaciones sobre el ADN dejan bien claro que la especie humana es sólo una, tan claro que el deporte de perseguir y silenciar no ha dejado de practicarse nunca, pero la mutación que hace aumentar el tamaño del cerebro se da con más frecuencia en los europeos y asiáticos que en los africanos. Un hallazgo de la ciencia no es racista en sí mismo, ni tiene por qué contribuir a la perversidad humana, pues lo que pretende en primer término es saber la verdad de las cosas. Los errores de una teoría bien encaminada los subsanan quienes continúan el trabajo. Lo inevitable es el uso interesado o dañino para el hombre de sus propios logros.

Otra cuestión parece clara para los expertos: la raza humana es una y la misma allá donde se encuentre, pero para desarrollar su inteligencia necesita estímulos, no digamos para que el cerebro mute hacia mejor. Los grupos humanos cuya preocupación principal es si van a comer aquel día, no tienen tiempo para pensar en otra cosa. Si, además, cada tribu se esmera en cómo exterminar a la vecina, no podemos esperar entre sus miembros grandes progresos cerebrales que lleven a la filosofía, al arte o a la ciencia. El hambre y los peligros de la guerra aguzan el ingenio. No es suficiente. Hacen falta maestros que enseñen a pensar, ocio para dedicarlo a actividades creativas que aviven en el hombre la curiosidad por saber y sus placeres. En África es muy difícil. No debe extrañarnos que Europa y, en menor medida, Asia la hayan dominado y abandonado luego, y hoy le vendan pan y fusiles. No necesitan, de momento, nada más.

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