Cuchillo sin filo

Francisco Correal

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Resurrección

Sólo un escritor con la sensibilidad de Martín Garzo podía novelar el sacrificio de Isaac

Me tocó la segunda lectura en la misa de la Vigilia Pascual que se inició pasadas las doce de la noche, en las primeras horas del Domingo de Resurrección. El relato estremece de principio a fin. Es el del fallido sacrificio de Isaac por parte de Abraham, su padre. Estaba la iglesia llena de gente y aquello parecía un congreso de literatura fantástica como el que contó con la presencia de Borges e Italo Calvino. A mi relato le precedió el de la creación del mundo, el de las lumbreras como le llama mi mujer, María José, que fue la que lo leyó. Después le siguió el del paso del Mar Rojo, con los carros de los egipcios atrapados en sus aguas.

No me extraña que un escritor con la sensibilidad de Gustavo Martín Garzo haya novelado el sacrificio de Isaac en un libro titulado No hay amor en la muerte. La Biblia es una inagotable fuente bibliográfica. No. Nunca hay amor en la muerte. Los malentendidos y escisiones teológicas en las ramas del abrahamismo han dejado mucha muerte disfrazada de falso amor. No todos dan marcha atrás y sacrifican a Isaac para contentar a su dios, se llame como se llame. La Resurrección no fue completa. Encendí el televisor para ver los goles de Isco y de Messi y me encontré con el espanto provocado por el terror yihadista contra el convoy de cientos de personas, muchos de ellos niños, que aprovechaban un alto el fuego para abandonar en Siria los escenarios del horror.

No hubo una nube que les abriera las aguas del Mar Rojo; no hubo marcha atrás en la mano del brutal sacrificio. Sólo sed de sangre y de maldad. La Semana Santa se abría el Domingo de Ramos con la matanza de los cristianos coptos que celebraban la Pascua en El Cairo y se cerraba el Domingo de Resurrección con la matanza de inocentes en un apeadero de Siria. Los mismos escenarios de los profetas, las viejas profecías, y la misma sensación de abandono y desamparo que en Occidente son atributos de la más sublime imaginería y allí suenan a aflicción y a exterminio.

Somos espectadores de un espectáculo dantesco que a veces, como en La rosa púrpura de El Cairo de Woody Allen, se cuela en el patio de butacas y siembra el pánico en París y en Londres, en Berlín y en Nueva York, en Estocolmo y en Madrid.

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