Muchos de los que se quejaban porque en España nada más que se iba a la cárcel por robar gallinas, hoy están indignados precisamente porque han ingresado en prisión ciertos individuos que no parecen haber crecido entre las chabolas. Pero entonces ¿en qué quedamos? ¿Hay que brindar un trato especial a los miembros de la clase dirigente o les hacemos un hueco en el trullo junto a los quinquis?

Los simpatizantes de la causa independentista, desde su retórica desquiciada, hablan de presos políticos. Pero cuando están sobre la mesa delitos tan gordos como son la rebelión y la malversación, referirse a estos que han ido a chirona dándoles trato de presos políticos viene a ser como si detuvieran a un cura por vender cocaína a los monaguillos y se hablara de persecución religiosa.

Hablando de políticos presos, a cualquiera se le vendrán a la cabeza estos días los nombres de tantos alcaldes y tesoreros, de tantos consejeros y presidentes como han ido desfilando en los últimos tiempos hacia las diversas cárceles españolas y que, desde el cabo de Gata hasta Finisterre, han completado un maravilloso mapa de la depravación institucional.

Entonces, ¿por qué ahora crujen los cimientos del Estado de derecho? ¿Por qué saltan las alarmas cuando han ingresado en prisión quienes están implicados hasta el cuello en la peor violación de las leyes democráticas que se haya visto cometer a cara descubierta? A lo mejor ahí está la clave: como las leyes se han pisoteado, pero a plena luz del día y cantando alegremente (para demostrar que la frontera entre gobernar y salir de romería no está del todo clara), quizás la Justicia tendría que haber esperado a que se acabara el vino antes de tomar medidas cautelares.

Presas de una especie de posesión demoníaca (o si lo prefieren, puigdemoníaca), muchos catalanes están viviendo en una especie de trance que les hace confundir democracia con cacerolada, y que les conduce a pensar que las leyes están hechas con la misma receta que las lentejas, que si las quieres, las tomas, pero si no, las dejas.

Y no es que haya delito en tener visiones, pero si en pleno éxtasis se acaba dando un golpe de Estado, cabe la posibilidad de terminar preso. Yo ignoro qué medidas adoptarían los jueces en esa soñada república de Cataluña, pero imagino que en una nación surgida de la "revolución de las sonrisas" a los que incumplieran las leyes ni los detendrían. Los llevarían al campo a coger flores. Y la policía no cargaría contra los manifestantes -para empezar porque ya no habría nada contra lo que manifestarse-, de manera que, en vez de repartir palos, los mossos de esquadra repartirían nubes de algodón dulce. Y es que un pueblo tan feliz se pelearía, en todo acaso, para cederse el asiento en el metro, que se habría convertido en el tren de la ilusión por transportar a todo el mundo hacia unos hermosos parques, o a unas tiendas donde ya no se pagaría con dinero, sino con besos, porque la ambición habría dejado de existir y las gallinas, gracias a lo bien que vivirían los pobres, es que no habría ni que robarlas.

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