Hace tan solo días, asistimos a un hecho no demasiado frecuente. Una delegada provincial de la Junta de Andalucía, la linense Gemma Araujo, anunció que dejaba su cargo y la política por voluntad propia para retomar su profesión. "Me voy porque quiero", afirmó. Convendrán conmigo en que un hecho así, en los tiempos que corren, tiene consideración de insólito. En este país, los políticos en ejercicio, cuando se van lo hacen a la fuerza, porque son investigados por la justicia o porque su partido los retira, pero les cuesta la misma vida. Y esto, que no debiera ser así, se ha convertido en una de las causas del descrédito de este, un día llamado, noble arte, y de la distancia creciente entre representados y representantes. Recuerdo que, cuando salimos de la dictadura, veía con buenos ojos que compañeros que se habían distinguido en la lucha por la democracia ocuparan cargos. En ocasiones, esa misma lucha los había dejado con la carrera a medio terminar y la política se convirtió en su profesión. Otros, que sí tenían carrera profesional, también ocuparon responsabilidades; pero, cuando echo la vista atrás y hago recuento, observo que han sido muy pocos los que han sabido volver a su profesión con normalidad. El personal le suele coger gusto a la moqueta y al coche oficial y, en esa dinámica, los partidos políticos han ejercido de eficientes oficinas de empleo. Parecía obligado ofrecerle algo a ese alcalde o concejal que había perdido las elecciones en su pueblo. Así, en este empeño, los criterios de mérito y capacidad para el cargo por desempeñar rara vez fueron tenidos en cuenta. Con los años, a esta costumbre se ha sumado un nuevo elemento, el dinástico, que hace que descendientes de la primera generación de políticos sean apadrinados y promovidos a altas responsabilidades. En un contexto al que se añaden otros graves deterioros, los propios políticos comenzaron no hace mucho a hablar de regeneración democrática. A uno le cuesta trabajo creérselo. ¿Y a ustedes?

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