No ha gustado a los puristas. Que cierta diputada hablara el otro día de portavoces y portavozas con toda la naturalidad del mundo (y sin enmendarse, porque la chulería y la lucha contra el machismo no tienen por qué estar reñidas) es algo que ha sacado de quicio a los celadores del idioma, que no tendrían que olvidar algo: cada cual se expresa como buenamente puede, ya se dedique al parlamentarismo fantasioso o al estraperlo institucional.

Tampoco hay que ser académico para reconocer que hay palabras que huelen a macho solo con pronunciarlas. Bragueta y hormigonera, cachiporra o trolebús son buenos ejemplos. Pero no sabía yo que 'portavoz' estuviera también entre esas palabras que destilan una virilidad impropia de países modernos.

Ya puesta a renovar el lenguaje, lo que no debería dejar pasar esta intrépida diputada es la oportunidad de ensanchar los dominios del idioma aportando más terminaciones originales para conceptos de uso común como clarinete (que contando con espléndidas intérpretes, sigue sin admitir el uso femenino) y para otros términos capitales como carámbano y berenjenal, hoy por hoy condenados a una masculinidad fuera de lugar.

De hecho, creo que se ha quedado corta la diputada en su reivindicación filológica porque, haciendo visibles a las mujeres gracias a esta aportación suya de las portavozas, no deja de ningunear a muchas otras personas que -ya sea ejerciendo la portavocía o cantando en un coro- siguen sin encajar en unos estereotipos de género que se limitan a lo femenino y lo masculino, como si todo en esta vida se echara a cara o cruz.

Si únicamente existieran cinco orientaciones sexuales, estaríamos de enhorabuena, porque habría vocales suficientes para cada una de ellas. Pero si admitimos la opinión de algunos expertos (que reconocen la existencia de hasta 112 orientaciones sexuales distintas), vamos a tener un problema para hablar en público sin faltar al respeto a todos los que no se conforman con ser el típico hombre o la clásica mujer.

Lo que no admite discusión es que el idioma está mal hecho. Por muchas novelas que se puedan escribir en castellano, algo falla en nuestro diccionario para que a la cama la sigamos llamando cama, y a la cómoda la llamemos cómoda (siendo la cama más cómoda que la cómoda). Además, no se hace justicia con una realidad que tiene esquinas por todos lados. De hecho, empleamos el mismo término para denominar a estas diputadas jóvenes y rebeldes de la oposición que para referirnos a esas otras que prefieren ir al hipódromo los domingos.

Lo que no se puede criticar del idioma -ya sea el nuestro o el que hablan los maoríes- es que no sea democrático. Una dictadura podrá prohibir las minifaldas o imponer una ley seca. Pero no podrá imponer la forma de llamar al pan, aunque escasee, o al vino, por peleón que sea. Y es que las lenguas, ya sean machistas o no, sean reaccionarias o anarquistas, ni son el producto de unos académicos ni de los ministros, sino de la gente que las habla, ya sean señoras, señores o lo que toque.

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