ESTAMOS hoy en la víspera de la Expectación del Parto de la Virgen, Nuestra Señora de la Esperanza, llamada también de la O, fiesta celebradísima en España y en muchas casas particulares. La relevancia del día nubla el recuerdo de san Auxencio, joven soldado del ejército que Licinio, coemperador de Oriente, yerno y rival de Constantino, mantenía en Cilicia, antigua y rica provincia romana de Asia Menor hoy en territorio turco. Ya hacía varios años que Constantino había publicado el edicto que daba libertad de culto a los cristianos, pero en la realidad de la vida diaria la mayor parte del imperio seguía en el paganismo y no faltaban desprecios, bromas de mal gusto y burlas para los cristianos. En estos días de excesos debe invocarse con frecuencia a san Auxencio porque es abogado contra las borracheras o, más exactamente, abogado para poder beber sin embriagarse. No es, como se ha creído, patrón de los abstemios.

La causa de esta abogacía fue el haberse negado a participar con sus compañeros de milicia en las fiestas en honor de Baco y en la ofrenda de uvas en el altar del dios. Los soldados lo tomaron a mal y le obligaron por la fuerza a beberse un ánfora de vino. No está claro si sobrevivió a la gran borrachera o una intervención milagrosa impidió que se emborrachara. Más bien parece lo segundo. Como quiera que fuese, se despojó de sus ropas militares y abandonó el ejército. Hay una oración a san Auxencio que termina así: "No quisiera, como Noé, verme obligado a comportarme sin consideración y a maldecir, tal vez, mi progenie; así pues, venerable santo, te pido que ruegues para que pueda beber sin embriagarme nunca." Comparte esta santa facultad con santa Bibiana, por asociación de su nombre con bibere, beber, y con san Crodegando, porque su nombre en francés antiguo (Godegrand) significa "vaso grande".

Entregadas las ropas e insignias militares, Auxencio no fue en el futuro ni pacifista ni abstemio, sino pacífico y templado en sus costumbres. El vino para él era un don de Dios para que los hombres virtuosos sobrellevaran mejor los trabajos de la vida, y una fuente de alimento y salud cuando se tomaba todos los días con moderación. La buena fama, la bondad en el trato, la firmeza en la fe, el ejemplo de sus costumbres y la sabiduría de su palabra, llevaron a los cristianos de Mopsuestia (antiguo nombre de una ciudad de Cilicia que luego se llamó Hadriana, entre Tarso e Isos, y que hoy tendrá un nombre turco que desconozco) a proclamarlo su obispo. Nunca fue molestado ni perseguido, antes al contrario: las autoridades y ricos paganos le consultaban asuntos delicados y aun le encomendaban la educación de sus hijos. Murió en paz en su diócesis a mediados del siglo IV llorado por quienes lo conocieron en vida.

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