LA agresión sufrida por un grupo de rumanos a manos de numerosos vecinos de Guadalcázar, en Córdoba, que le creían autores del intento de rapto de un menor de dicha localidad, ha sido el último episodio de una serie de incidentes ocurridos en Andalucía que deben ser cortados de raíz. El origen de estos sucesos se halla en la alarma producida por la desaparición de la niña Mari Luz en Huelva y de la adolescente Amy en Málaga, que ha llenado de angustia a sus familiares y amigos y, en el primer caso, ha despertado un movimiento de solidaridad amplísimo y muy justificado. Aunque las estadísticas policiales sobre este tipo de delitos no dan pie a una valoración pesimista sobre su incidencia real en la sociedad andaluza, es evidente que por su gravedad intrínseca y por la inocencia de sus víctimas causan una gran alarma. Desde que se produjeron, sin que las pesquisas policiales hayan dado el fruto apetecido, han saltado aquí y allá incidentes en que numerosos ciudadanos han creído ser testigos de secuestros de niños que en realidad no se han producido y en otros casos se ha dado pábulo a bulos y especulaciones sin base real alguna. Se ha extendido, en cierto modo, una psicosis que ha terminado por crear un estado de opinión sumamente alarmista. Las autoridades, que han de extremar las investigaciones en torno a las desapariciones efectivamente acaecidas, tienen también que serenar los ánimos y ofrecer tranquilidad a los vecinos; los medios de comunicación han de ser muy conscientes de su responsabilidad y contrastar con más rigor que nunca las informaciones que difunden al respecto, y los ciudadanos deben de estar pendientes de sus hijos, cuidándolos y vigilándolos sin dejarse llevar por el alarmismo infundado. Nadie es inmune a que la delincuencia individual o de grupo cometa una tropelía con sus hijos, pero la alerta necesaria no debería convertirse en una situación generalizada de miedo paralizante en la que se generen situaciones incontrolable como la de Guadalcázar.

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