Tengo que reconocer que el teatro, el arte dramático puesto en escena, no se encuentra entre las disciplinas artísticas que como espectador frecuento. Y no es que lo denueste, nada más lejos de mi intención. Cuenta con mi más absoluto respeto. Es tan solo que, en el transcurso de la vida, la elección de algunas cosas te conduce irremisiblemente a la desatención de otras. Vamos, que no se puede llevar todo para adelante y, de esa manera, no cabe duda de que te pierdes muchas cosas. Viene a cuento esta reflexión por mi asistencia el pasado fin de semana a la función teatral programada en el Teatro Villamarta. Me la habían recomendado y tenía razones para confiar en la propuesta, más allá de la participación de la gran Nuria Espert, de la que ya me sorprendió saber que seguía en activo. La apuesta bien valió la pena, pese al desconcierto inicial que me causó el planteamiento de la obra. Sucedió, además, que tras una primera parte no fácil, existía un descanso que, dada la larga duración de la representación, podría invitar a la deserción en caso de duda. No ocurrió. Algo te hizo volver al asiento y permanecer atado a él, los ojos y oídos atentos a la escena hasta el final de la función. La obra contenía elementos conmovedores hasta el desgarro dentro de un paisaje terrible, el de la devastación moral que provocan las guerras fratricidas. Mitos clásicos en un contexto tremendamente contemporáneo y una pauta narrativa más que bien organizada. Sin embargo, más allá de esos elementos, para mí, el valor del drama representado estaba en la fuerza de la palabra, de la palabra bien dicha, y en la validez universal de una historia bien contada. Todo ello, perfectamente conjugado, es capaz de provocar sensaciones impactantes, no siempre placenteras, pero sí intensas y, por momentos, muy emocionantes. Creo que esa debe ser la antiquísima razón y la esencia de este viejo arte, pero no siempre se lo encuentra uno materializado con tanta fuerza.

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