Ya estamos en los últimos momentos de esas vísperas gozosas que, para muchos, supone la Cuaresma. Dentro de poco, la ciudad se envolverá en los efluvios de una primavera que trae ecos de tradición y que hace surgir de los recovecos del alma lo más íntimo de cada cual para que se siga manteniendo excelsa la que es, sin duda, la gran Fiesta del pueblo, esa que hace vibrar los sentimientos y pone imágenes a un recuerdo que perdura. Pero, esto que es así y no tiene vuelta de hoja, incluso para los que menos sienten y para los que - dicen - poco supone el acontecimiento religioso, lleva consigo, también, asuntos poco edificantes y que rompen lo que tenía que ser mucho más de lo que, en realidad, es. En las Hermandades, tras los espectaculares ejercicios estéticos que se ofrecen en las calles -lo de culto público es otra historia- ocurren sombrías manifestaciones que, muchas veces, hacen sonrojar y sólo dejan entrever la pobreza de muchos. No quiero, sin embargo, entrar en esquivas consideraciones; prefiero asumir realidades más mundanas y alejadas de las posiciones íntimas de la religiosidad. Es cierto, que en la mayoría de los casos, las Hermandades y Cofradías hacen presente verdaderas lecciones de suprema trascendencia. Todos los días de la Semana Santa contemplamos algunos museos andantes que evidencian una realidad artística que no tiene vuelta de hoja. No obstante hay manifestaciones que hacen sonrojar y que dejan muy en entredicho la capacidad estética de algunos. Asómense a los escaparates y vean la cantidad de horrorosos carteles que ¿anuncian? nuestra Gran Fiesta religiosa. El mal gusto impera, muchas fotografías, no son malas, son horribles; algunos carteles pintados descubren la pobreza artística de sus ejecutores y el paupérrimo sentido de los que admiten tales bodrios. Con tan patéticos ejercicios, flaco favor se le hace a esa manifestación que creemos merecedora de infinitamente más.

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