Ahora que el buen tiempo parece haber llegado a la primavera, los invito a un paseo por el Parque González Hontoria, el espacio verde más antiguo de la ciudad. No se demoren mucho, que pronto llega la feria -acogerla es una de las pocas funciones que parece quedarle- y la visita será inviable. Allí, no hace mucho, talaron uno de los viejos eucaliptos que jalonan su entrada noroeste. Cuando noté su ausencia, no me sorprendió: hacía tiempo que se le veía enfermo y su tala parecía inevitable. Por curiosidad, me acerqué a ver la huella de su paso, el tocón, esa «parte del tronco de un árbol que queda unida a la raíz cuando lo cortan por el pie», según nuestra RAE. Me asombró su grosor, cercano al metro de diámetro, muestra de su gran antigüedad. Más de cien años debía de tener, pues la mayoría de esas especies, adquiridas específicamente para este lugar, fueron plantadas a principios del siglo pasado. Ese tocón me llevó a buscar los otros que pueblan el parque y que son muy visibles, hasta llamativos por su grandes dimensiones. Asómbrense: llegué a contar más de dos docenas de muy dispar antigüedad. Todos y cada uno de esos tocones constituyen la expresión de una inmensa desidia, porque parece evidente que nunca se han plantado nuevos árboles para cubrir el hueco que dejaban aquellos que morían. De esa forma, el espacio está cada vez menos arbolado, es menos parque. Y me refiero exclusivamente a su parte llamemos histórica, la que corre pegada a la Avenida Álvaro Domecq, porque la de la ampliación es directamente un solar. Su remodelación de principios de este siglo supuso, por cierto, una de las talas masivas más lacerantes que se recuerdan. También, hace poco, para la construcción de un restaurante se arrancaron más de una docena. Y siempre sin replantar. ¿Para qué? A este paso el Hontoria dejará pronto de ser aquello para lo que fue creado. Y es una pena, ¿no les parece?

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