VAYA por delante que no soy una aficionada entendida, pero he de reconocer que hay toreros que me vuelven loca y que me descubren el mundo que me interesa. Concibo las corridas de toros como una FIESTA y el componente más importante de toda fiesta es la INCERTIDUMBRE de cómo resultará, de si nos conquistarán o no. En el festejo taurino se añade el privilegio de poder ir de mirones, de entregarnos a lo que vemos y opinar finalmente sobre el resultado.

Hay quien pretende ver una tarde histórica, por el hecho de ir un único día a los toros, a ser posible sin pagar y más para ser visto que para ver. Para reconocer un torero, para sentirnos con él, hay que seguirle. No basta con decir aquí estoy yo, dame tu vida. Por eso de los buenos matadores me interesan tanto sus éxitos como sus fracasos, vivo su trayectoria con ellos.

El otro día asistí al mano a mano de José Tomás y Morante. Buscaba sus dos concepciones antagónicas del toreo: culteranismo y conceptismo, Madrid y Sevilla, estoicismo y barroquismo añejo, Manolete y El Paula reencarnados. Tuve que soportar dos martirios: los toros que no dejaron hacer y un par de aficionados que tenía detrás y que estuve a punto de asesinar. Fue una tarde para espantar a los que vienen al circo y confirmar a aquellos otros que siempre encontramos algo. No hubo pugna entre los toreros porque ambos la pelea la tienen consigo mismo. Tomás toreó sin mirarse la herida de las cornadas como ya lo hiciera Manolete en el año 1947 en Madrid en la corrida de la beneficencia.

Quedaron los pases de Morante cuando sonaba "suspiros de España", las verónicas de su capote único, las chicuelinas y los estatuarios en la boca de riego de José Tomás, el miedo visible de Morante y el invisible y escalofriante de Tomás y la espera de lo que podía pasar y finalmente no pasó. Los pitos injustos. Los toros nos desarmaron a todos. Otra vez será y allí estaremos.

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