Lo que está sucediendo en Cataluña está entre un acelerón a la historia perpetrado desde el poder político -una conquista independentista, por mucho daño que esté haciendo- y un disparo económico que el secesionismo se inflige en su propio pie. Lo primero, aunque de momento haya fracasado, ha puesto encima de la mesa y a la vista de todo el mundo un conflicto cocinado con dosis variables de realidad y de mentiras. Nos pongamos como nos pongamos, el asunto catalán no volverá a ser como antes: tardará más o menos tiempo en producirse un referéndum, pero se producirá; puede que sea la única forma de trasladar el dentro o fuera una generación más. En cuanto a lo segundo, el disparo en el pie de la economía, produce extraños sucesos en la tercera fase, las previas a las elecciones del 21-D (la primera fase, los cánticos y las banderas al viento de una buena parte de los catalanes; la segunda, el golpe de estado en el Parlament y la obligada aplicación del 155). Ahora entramos en un tercer escenario repleto de fenómenos extraños.

Por ejemplo, hemos sabido esta semana que los hoteles de Cataluña están que lo tiran, acostumbrados que estaban a una posición dominante y un rumbo despejado. Mientras que la demanda hotelera en el resto de España crece con mayor o menor brío, en la capital catalana -gran potencia turística- cae poco a poco y sin parar desde que esto entró en su etapa atómica hace algo más de un año. Los hoteleros se ven obligados a bajar los precios ante las cancelaciones y, peor, la pérdida de clientes recurrentes, tanto empresas como particulares y teleoperadores. El turismo indepe -hay gente para todo-, ése que va a ver in situ lo que tanto ha visto por la tele, no compensa el daño emergente ni el lucro cesante causado por esta insensatez. Es evidente que una parte de tal pérdida la recoge al rebote algún otro sitio en España o en el extranjero. Es tan difícil fidelizar un cliente como recuperarlo una vez decepcionado y perdido. Qué poco empresarial es, de momento, el procés, en una tierra tan comerciante. Hemos sostenido aquí desde hace meses que el independentismo catalán tiene una base económica, que es un movimiento urdido desde el poder que tiene como cimiento la voluntad de soltar lastre solidario con un mercado que ya no es esencial para Cataluña; una voluntad maquillada de agravios y del gazpacho de los hechos diferenciales. El ya histórico agravio con el privilegio fiscal vasco, refrendado otra vez esta semana, hace de guarnición. Mientras, las cornisas de una economía próspera comienzan a desprenderse.

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