El intervalo que hay entre lo que pensamos y lo que vivimos es muy corto. Sobre todo, si lo comparamos con lo que tenemos que aguantar de la Naturaleza. No sabemos si el mes de Agosto es la causa, pero parece que a partir del día quince se abre cada día la puerta hacia el otoño esperando retomar lo cotidiano que nos mueve el resto del año. Nadie quiere que se vaya el verano, menos los que están en Jerez, que no quieren que se acabe porque donde se veranea bien es en Jerez. Jerez es diferente en verano. Sin atascos. Sin procesiones. Sin palcos. Sin motos. Sin feria ni Rocío. Sin corbatas. Sin gomina ni brillantina. Sin chaquetas. Sin besamanos. Sin manifestaciones. Sin caceroladas en la calle Consistorio. Sin posturitas. Sin mamarrachos. Jerez se queda sin jerezanos y parece que es la estampa más suave y cómoda de una ciudad de veraneo. Si se tiene buen oído, se escucha el reloj del ayuntamiento, las campanadas de San Marcos y el crotorar de las cigüeñas de San Mateo. Es el ambiente de veraneo hecho ciudad. El calor hecho esperpento de una ciudad que se vanagloria de estar a pocos kilómetros de la sierra y a unos minutos de la playa pero que se derrite en las agujas del reloj de la displicencia. Es volver a otra época, la de los sonidos de los coches de caballos, los heladeros por las esquinas y las fuentes de agua del Tempúl refrescando el ambiente. El casco histórico se hace fuerte, las barriadas desaparecen, y la calle Larga es el claustro de algún que otro monasterio de clausura. Una oda a la tranquilidad y al sosiego. Un experimento forzado en el que una ciudad sobrevive gracias a los turistas y a los inteligentes especímenes que prefieren veranear en su casa en vez de acudir en manada a las ordas de playa y arena barata que acaba por quemar y hacer chamusquina. Es evidente que por muchos miles de millones de euros que cueste un viaje, lo cierto es que no tiene precio veranear en Jerez. Por gusto.

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