Viajar o no viajar

El cateto crónico no sale jamás de nuestro tiempo y todo lo juzga según las ideas y los prejuicios de esta época

Ramón Eder, uno de mis autores favoritos, no tiene dudas: "Viajar sale caro, pero no viajar sale carísimo". Puedo admirar, ya ven, a un escritor en mis antípodas ideológicas. Me gusta tanto Eder como tan poco viajar, así que procuro, con un giro de muñeca, salvar el principio de no contradicción y, arrimando el ascua a mi rutina, deduzco: "Por eso no viajar es, en efecto, un lujo".

Ramón tampoco está por discutir y, poniéndose en mi lugar, replica: "Yo ya más que viajar prefiero haber viajado", que concilia de un golpe maestro mi reserva contra los viajes con un regusto agustiniano ("Es malo sufrir, pero es bueno haber sufrido") y salva la almendra de verdad de su primer aforismo: no haber viajado empobrece mucho. Luego, para colmo, habla de Italia, que es mi punto débil, aunque para mí Italia no es viajar, sino volver.

Contra los viajes de los demás no tengo nada y menos si son buenos escritores. Los libros de viajes me encantan, igual que a tantos contemporáneos inofensivos les pirran las novelas de crímenes. Me inquieta, en cambio, lo que dice una comentarista del aforismo de Eder: "Viajar tendría que ser obligatorio y subvencionado". Qué manía moderna de obligar; y de subvencionar, que es obligarnos de vuelta, encima, a pagar los vicios de los demás.

T. S. Eliot sostenía que, si consideramos cateto al que no ha salido nunca de su espacio geográfico, tendríamos que llamar cateto crónico al que no sale jamás de su tiempo. Caso mucho más frecuente hoy en día: el del que todo lo entiende y lo juzga según las ideas y los prejuicios de esta época.

Hablando del tiempo, tal vez sería aficionado a viajar si no fuese también correr: si pudiese quedarme quieto en el lugar que visito al menos un año. Todo lo que no sea dar una vuelta al sol desde un sitio es vertiginoso: movimientos que se superponen, que se contradicen, que se confunden. Si estuve en París un día de lluvia, no vi París, sino un rato de lluvia en París. Habría que pasar allí por todas las estaciones, conocer a algunos indígenas, dormir, aburrirte, aprender el idioma, ver sucederse a los turistas... Quedándome, viajaría.

Disculpen, pues, esta divagación tan apresurada, ay. Quizá si les confieso que la escribo desde un aeropuerto, la entiendan mejor en el fondo y en la forma. Qué advertencia, por cierto, que los aeropuertos se cuenten entre los lugares del mundo más claustrofóbicos, pesados y aplastantes.

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