Cuarto de Muestras

Vieja cocina

Estos son los únicos días del año en los que se cocina de verdad y en abundancia en todas las casas

Anda ya todo el mundo organizando las pantagruélicas comidas de Navidad. Me gusta el barroquismo de esas mesas familiares que aúnan todas las sillas desparejadas de la casa y se amplían con tableros hasta el infinito. Me gustan los manteles solemnes y las vajillas que aguardan en la alacena de año en año. Me gustan las copas de cristal finísimo que se parten de dos en dos y sobre todo los cubiertos bien juntitos para que quepa todo el mundo. Por anhelo de familia grande, imagino.

Me gusta el adorno sin medida, las mesas con flores y el olor a lentisco. Me rindo ante el horror al vacío de estas fiestas. Se me ha pasado el tiempo de esa tristeza vanidosa que no tiene más motivo que el parpadeo de unas luces y el bienestar que a veces cansa. Me desconcierta, pero me gusta, esta contradicción de celebrar con las mejores galas el nacimiento en un pesebre. No conozco el minimalismo porque en mí seguro que queda más excesivo que cualquier adorno, como toda impostura.

He sido deslumbrada por algunos de los mejores cocineros del mundo, por sus comedores convertidos en quirófanos y sus fogones en laboratorios químicos, sorprendida ante el esfuerzo de unos platos que requieren años de estudio para su elaboración, divertida ante los trampantojos con que suelen engañar nuestros sentidos. Sólo me quejo y con la boca chica de que la comida apenas huela por suculenta que sea y de que está tan bien presentada, tan bonita, que me olvido de que es comestible. No se mueven los jugos gástricos. El tamaño me importa menos.

Estos son los únicos días del año en los que se cocina de verdad y en abundancia en todas las casas por modestas que sean. Atrás quedan los emplatados y todos esos nuevos términos que han empobrecido tanto la cocina casera por imitar lo inimitable. Llegar a casa de mi madre en vísperas de Nochebuena y que huela desde la calle a pavo en pepitoria, a consomé, a Navidad; no lo cambio por ningún restaurante renombrado. Entrar en su modesta cocina y encontrar la gran olla del pavo que al destaparse pareciera que están barnizando con oloroso el mueble más noble de la casa, pedir por caridad que me deje probar el consomé, verificar que el pavo trufado está prensando bajo cajas de vino de Jerez, abrir la nevera y ver que la gelatina ya está esperando para servir de guarnición cuando yo me la comería como plato. Que me permita ser su pinche. No hay guía gourmet que le pueda hacer justicia.

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