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Francisco Bejarano

Visitar a los enfermos

NO nos tomemos al pie de la letra la obra de misericordia corporal que da título a este escrito. En las civilizaciones más antiguas no había médicos tal como los entendemos hoy. Hasta la Alejandría de los Tolomeos no hay una profesión médica propiamente dicha. En la Grecia clásica la cura de enfermedades era una mezcla de intervención divina, sentido común y experiencia, en la que la fe y la sugestión de los pacientes hacían milagros. He comentado otra vez en esta columna que en Babilonia -hubo varias- no había médicos, sino que al enfermo se le ponía en un lugar de la casa visible desde la calle. Los vecinos (estaba muy mal visto no detenerse) preguntaban a los parientes o al propio enfermo por su dolencia y cada uno contaba los casos parecidos que había visto y cómo se curaron. Aunque no siempre, daba resultado, de manera que el sistema duró lo que duraron las Babilonias.

Los hospitales eran hasta tiempos recientes lugares de caridad para acoger enfermos pobres y desamparados, de ahí que los que no lo eran se llamaran clínicas o residencias. La mayoría de la gente que no era pobre de solemnidad enfermaba, se curaba o moría en sus casas y la obra de misericordia tenía sentido: los más débiles de alma y cuerpo y los peor alimentados eran los más expuestos a las enfermedades. Darwin apuntó algo sobre este asunto. Visitar a los enfermos era, por tanto, una obra de misericordia principal, para darles ánimo, ayudarles a aceptar la voluntad divina, auxiliarles espiritualmente y llevarles algo de comer sustancioso. La fe, la comida y las palabras de consuelo hacían también milagros. Se ha rescatado, con buen criterio, el llamar hospitales a los hospitales, pero sin que sea necesario mantener las visitas a los enfermos como eran antes. Basta la cortesía de interesarse por su salud preguntando a los familiares.

A los hospitales no se va por gusto ni por un resfriado común, sino que los enfermos están enfermos, o doloridos o incómodos o irritados o todo junto. La permisividad que ha traído una interpretación demagógica de la democracia ha hecho que los pasillos de los hospitales se parezcan bastante a las calles de los mercados públicos, y las habitaciones a los puestos con más clientela de las plazas de abastos. Un vendedor pregona la suerte a los ingresados y a la muchedumbre de visitantes misericordiosos, por si el azar contribuyera a una convalecencia más feliz, precedente de la incorporación de otras mercaderías a los centros sanitarios. Por el contrario, no hay un sitio para fumar. Los fumadores impenitentes, condenados a la marginación social, al disimulo y a la clandestinidad, salen de los hospitales con el alma maltrecha y los nervios de punta. Es sabido que una conquista lleva aparejada una pérdida, pero la tradición antigua nos enseña que no sólo el cuerpo necesita cuidados.

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