Amucha gente le gusta el frío, pero más que un gusto es un horror al calor. Quizás al principio, en los primeros días verdaderamente gélidos, no pongan buena cara ni les apetezca sacar de cómodas y roperos la ropa propia del invierno. Pronto, sin embargo, le cogen afición a las bufandas y a los guantes, a los gorros exóticos y abrigos confortables, a los calcetines de lana y a los zapatones. La ropa da más juego en pleno invierno que en pleno verano, sólo hay que pensar un poco más antes de vestirse. El frío, dicen, es más sano que el calor, y debe ser verdad cuando se ha dicho siempre. Lo que sí es cierto es que sienta mejor: con una buena crema hidratante para que el norte no nos ponga piel de pergamino, las bajas temperaturas pegan la piel de la cara a la calavera y parece que nos ennoblece. Una cierta palidez uniforme causada por el frío sienta bien y da un tono de seriedad digna. Se habla menos. Se sonríe menos.

Tenemos que reconocer que el calor aplebeya e iguala, pero es el medio natural de la especie humana que evolucionó hacia la perdida del pelo corporal. Quedan restos simbólicos de vello para distinguir a los sexos o para proteger la cabeza de golpes, pero la tendencia es a desaparecer del todo. Hasta el humano más hirsuto, que puede ser hombre o mujer, tiene la piel al aire sin protección eficaz. El hombre actual apareció hace unos 50.000 años en zonas donde podía vivir desnudo. Inventó pronto el taparrabos por cuestiones de orden tribal interno, no morales, y se adornó con abalorios o con oro y piedras preciosas para establecer una jerarquía, no una moda. La moda la inventó el frío, como una mezcla de protección de los elementos, de diferenciación social indumentaria y de llamada de atención. Los cromañones, que somos nosotros, empezaron a ser extravagantes en cuanto tuvieron que adaptarse a vivir en el frío.

Hace 10.000 años ya se usaban tiaras, capas y peinados estrafalarios, aunque la desnudez siguió siendo importante hasta milenios después. Los torsos de los altos funcionarios sumerios y de los faraones egipcios denotan que el cuerpo humano, como así es, tenía una dignidad natural que había que mostrar en cuanto hubiera ocasión y el cambio climático lo permitiera. Entre las civilizaciones antiguas el cuidado del cuerpo era importante porque había que enseñarlo para demostrar que estaba preparado para la guerra y que éramos muy distintos de los animales. Sólo los muy ancianos usaban túnicas holgadas y talares para disimular la incuria del tiempo y no desanimar a los jóvenes guerreros. El cerebro privilegiado del hombre creó además formas de calentarse en su vivienda desde muy antiguo, excepto en las casas del sur de España, donde un raro amor propio causado por el calor nos ha llevado a la negación de la existencia del frío.

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