O style="text-transform:uppercase">iga, no fastidie. Llamemos a las cosas por su nombre, y si, además, son nuestras, defendamos la denominación auténtica. No permitamos (disculpen el chovinismo) que otras ciudades bauticen a nuestra fiesta poniendo la tilde donde no corresponde (es 'zambomba', no zambombá ni mucho menos zambombada, del mismo modo que nadie dice ostionada, ni erizada, sino 'ostioná' y 'erizá', por ejemplo, que son localismos inamovibles).

Pero, acentos aparte, tampoco estaría de más que nos cuidáramos mucho de que la fiesta navideña jerezana por excelencia no perdiera sus orígenes. Qué necesario es que se mantenga su espíritu, y que siga siendo una celebración con rasgos diferenciadores propios y singulares de este rincón de Andalucía la Baja. No podemos dejar, quiero decir, que las zambombas se conviertan en una juerga genérica, de cantes que lo mismo se encuentran aquí, que en San Fernando o Móstoles, pongamos por caso.

Atemos en corto, muy en corto los patrones establecidos y paridos en las casas de vecinos desde hace ya muchas décadas. No degrademos los contenidos (hay grupos que cantan en el escenario con más instrumentos que el taller del coscales de Bricomanía), no empecemos a meter letras que no son nuestras y que no las conoce ni la madre que las parió. Los experimentos, compadre, con la gaseosa.

Está demostrado (al menos es lo que he visto en 20 años de zambombas en mi querido Villamarta) que la gente, de aquí y de fuera, lo que quiere ver cuando se sienta en el patio de butacas es un coro de nuestra gente, gitanos y payos o entreveraos, una candela encendida, una copa de jerez, aguardiente y villancicos de la tierra con el arte de aquí, con su DNI, sin conservantes ni colorantes. Y, por supuesto, sin la puñetera tilde.

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