Las zambombas de Jerez se han convertido en todo un fenómeno social. Sólo ha habido que salir a las calles estos últimos fines de semana para comprobarlo. A los jerezanos, amantes de cualquier mínimo hecho para que no se pueda dar un paso por el centro de la ciudad, se les ha sumado una cantidad ingente de forasteros que han acudido ávidos de conocerlas de primera mano y de vivir tan magno acontecimiento. Extraordinario para los hosteleros que han visto cómo sus negocios se llenaban hasta la bandera. Jerez, por Navidad, con sus zambombas bien merece estos llenos y tantas avalanchas de gente. Sin embargo la contrapartida de Jerez hacia sus visitantes no ha sido la más adecuada. A saber: ridículo ornamental con la patética iluminación callejera y sus paupérrimos adornos, propios de aldea perdida que de ciudad importante; además, muy poco tiene que ver las verdaderas zambombas de toda la vida con lo que se ofrece, sobre todo en ciertos bares y restaurante, con burdos remedos de lo que no es casi nada. Poco edificante, para los de aquí y para los de fuera, son las sempiternas cantinelas de tantos pedigüeños con sus nada creíbles soniquetes inaguantables - a estos nadie, desde las autoridades, osa tocarlos, cuando ha sido noticia que a cierto hombre, de exquisita educación, que lleva años sentado en la Corredera sin molestar a nadie se le ha acusado de servir de mal ejemplo para la ciudad -. Es denunciable, asimismo, la suciedad manifiesta de una ciudad - esto sí que da mala imagen - que aparece con signos evidentes de dejadez. Las zambombas, las auténticas, son algo nuestro que hay que potenciar y mostrar al mundo pero, al mismo tiempo, es de justicia mostrar dignamente la ciudad que las ha creado, las ha hecho famosas y por las que recibe unos beneficios que son poco correspondidos. Jerez debe ser agradecida - siempre lo ha sido -, pero con tantos desajustes mucho nos tememos que, todo esto, pronto sea historia a recordar.

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