ÚLTIMAMENTE es raro el día en que, en materia de educación, no recibimos una noticia de sobresalto. Que si los trabajadores de Delphi no pueden reintegrarse a nuevos puestos de trabajo por sus escasos conocimientos informáticos y, más escaso aún, de idiomas; que los universitarios españoles son los peores lectores de la UE, muchos de los cuales no han leído jamás un libro. Y para colmo, ahora, el informe PISA, más negativo aún que el anterior de 2003, sobre todo para Andalucía, la comunidad autónoma con peores resultados.

Leo con asombro un comentario de la FETE/UGT en el que se dice que dicho informe no puede condicionar las reformas educativas en nuestro país porque sólo evalúa tres áreas de conocimientos: Ciencias, Lectura y Matemáticas. Y la pregunta es: ¿Qué más hay que evaluar? Los responsables de dirigir un estudio internacional de estas características tienen que centrarse en los tres pilares que sostienen la educación, sea cual sea el país estudiado. Lógico.

Lo que peor escapa en el dichoso informe es la comprensión lectora. Pero esto es más que explicable. El desinterés por la lectura es algo normal en nuestro entorno. Natural -dicen muchos-, somos un país con buen clima, de gentes amigables y, por lo tanto, más dado a la conversación directa que a la lectura. Semejante tontería ha tomado carta de soberanía entre nosotros y se puede oír en cualquier parte, personas ilustradas incluidas. En una ocasión llegué a oírsela a un librero que veía como algo normal cerrar por falta de clientes.

Lo asombroso es que muy pocos perciben el nexo existente entre la lectura y el estudio: como si fueran cosas separadas. A la lectura se la ve como algo ligado al ocio de los aburridos, poco dados a la conversación o a una forma de sociabilidad que, en ocasiones, no pasa de un parloteo de barra cervecera.

Obviamente, el estudio no puede existir sin la lectura, si bien representa una tarea mucho más esforzada. El dicho popular la retrata con una expresión estúpida, aunque bien aceptada: "las letras, con sangre entran".

En una cultura tan acendradamente católica que ve el trabajo como un castigo de Dios, el estudio no puede ser otra cosa que un castigo aún mayor. Si el primero sirve exclusivamente para ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente (la creatividad, por ejemplo, no cuenta), es natural que haya que pagar con sangre algo que carece de actividad física (el estudio demanda quietud), exenta, pues, de sudoración.

Hay cuestiones que a casi todo el mundo les pasan de largo: por ejemplo, cómo podemos crear una comunidad de estudiosos (desde el alumno de Secundaria al académico) con semejantes prejuicios. Y aún más, ¿cómo desarrollar motivación para el estudio si antes no hemos convertido la lectura en un hábito y hasta en una parte importante de nuestro ocio?

Lástima que haya tanta gente incapaz de ensimismarse en la letra impresa, pues se pierden sensaciones que, tal vez, sólo se capten a través ella. Podemos apercibirnos, por ejemplo, del terror a morir de Hans Castorp (La montaña mágica) desorientado en medio de una tormenta de nieve; sentir la humedad y la umbría del bosque chileno guiados por la voz (escrita) de Pablo Neruda, o sentir el calor y la humedad del Magadalena Medio en muchos textos de la literatura colombiana. No es exagerado decir que, al leer y sentir a través de las letras, la alfabetización deja de entenderse como algo que se consigue de una vez y para siempre sino, más bien, como un proceso que se asienta y crece en nosotros ampliando, tanto como la vida da de sí, nuestras representaciones mentales y sentimientos.

Pero la escuela, nuestra escuela, hace tiempo que olvidó cosas tan importantes. El formalismo lingüístico ha hecho estragos entre unos escolares que tienen asociada las clases de lengua a la gramática, ya que pueden pasar el 70 por ciento de su tiempo dedicados a realizar estériles análisis morfosintácticos que no sirven ni para desarrollar el arte de la expresión oral ni la comprensión lectora. Pero como, además, los niños escriben poquísimo, dígase bien claro lo que otros no quieren oír: nuestra escuela des-al-fa-be-ti-za.

La solución del problema está en concebir la alfabetización como algo dinámico que no termina cuando el niño adquiere los rudimentos de la lectura y la escritura, sino que crece y se adapta a la multiplicidad de dominios de conocimiento que la persona ha de abordar a lo largo de su ciclo vital.

Lástima no ser como aquel rabino que podía fabricar un humanoide. Si así fuera, yo crearía un sujeto colectivo formado por una administración educativa que mira a otra parte, unos profesores que basan su prestigio en el mucho suspender, padres despreocupados y otras perlas por el estilo. Y, después, emulando a Bill Clinton, gritarle a la cara fuerte y claro: "¡Es la alfabetización, idiota!".

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