Jesús / Rodríguez

Los anónimos

A cepa revuelta

DESPUÉS de plantar unas siemprevivas me lavé las manos en el cubo del pozo. El agua asperjaba mis dedos como si rebosaran santidad. Y es que el agua, por vincularse al inicio de la existencia, se consideró siempre como el más sagrado de los elementos: el sabio de Mileto la puso sobre el origen de todas las cosas, Píndaro la ensalzó como gracia primera de la vida y Heráclito le dedicó la frase inmortal: "nadie baja dos veces a las aguas del mismo río", queriendo significar que el hombre es en esencia agua, pero no agua que reposa, sino agua que se pierde.

Por sagrada, se identificó también con la pureza desde el principio de los tiempos, y no se conoce cultura que no haya exaltado el rito lustral. Para los judíos, lavarse las manos proclamaba la inocencia antes que la palabra. Así lo decían el salmo santo ("Lavaré mis manos entre los inocentes") y la Glosa del Sôtah, del Deuteronomio ("Tan puras y limpias como nuestras manos lustradas, están nuestras conciencias de toda sangre"), que Pilatos se sabía de memoria.

En estas divagaciones me perdía cuando, de pronto, sonó la melodía familiar del teléfono móvil. Un mensaje : "Su asqrso artkulo sbre q l toreo s kultura = pta mierda". El mensaje no iba firmado, pero enseguida comprendí que su autor era alguien de fino ingenio: mandarte a la mierda hablándote de Vd. no es paradoja sino sutileza, porque quita gravedad al insulto. No pude dejar de censurar, sin embargo, esa 'letrafagia' y el desastre ortográfico, tristemente tan de moda en los mensajes telefónicos.

Pero aquel texto tenía más fondo: era el ejemplo de un estilo de crítica literaria de larga tradición en España, consistente en resumir el análisis de cualquier obra, por extensa que sea, en una sola palabra inapelable. Si además, como la que yo recibí, la crítica es anónima el caso alcanza grado de arquetipo. En efecto, esa confesión expósita que es cualquier anónimo ha ido mudando a lo largo del tiempo, pero sólo en su cuerpo (que fue de papel hasta que las nuevas tecnologías le han dado este otro digital), no en su espíritu, porque la mala leche de los españoles es imperecedera.

No me resulta nuevo recibir mensajes de los lectores de mis artículos sobre su contenido. Algunos viene firmados y otros no; aunque la verdad es que prefiero los primeros: cuando son elogiosos para agradecerlos; cuando son negativos, para poder contestar, si es así, que las objeciones me convencen; y cuando son pedantes, para reafirmarme en que es preferible la ignorancia a un saber afectado.

Escribir es desnudarse, por lo que puede parecer que todo escritor tiene algo de impúdico. Acaso sea así, pero idéntica impudicia manifiestan aquellos de sus lectores que contestan a lo que escribió, declarándose aludidos, retratados u ofendidos. (¡Qué idea tan apasionante!: el escritor considerado, no como quien habla a sus lectores, sino como quien los escucha. En todo caso, no creo que sea una idea para presumir, porque desde que se inventó la escritura hace diez mil años, escritores y lectores han venido confesándose mutuamente, aun cuando muchas veces esta intimidad haya estado velada, como los confesionarios, por una rejilla de pudor. El pudor del escritor es la retórica; la del lector, casi seimpre el anónimo).

El anonimato tiene para el hombre una atracción difícil de resistir. Ver sin ser visto nos llena de una sensación casi concupiscente. Cuando el hombre quiere ocultar una culpa, busca, más que esconderse él, esconder su nombre. Lo vemos en Ulises al escaparse del cíclope Polifemo después de haberle sacado su único ojo. Cuando el gigante le pedía la identidad de quien lo desgraciaba, el griego respondía que su nombre era "Nadie" (Outis). Feliz ocurrencia, porque cuando el monstruo bramaba: "Me mata Nadie por engaño, no por fuerza", los demás cíclopes no le hacían caso, considerando que la ceguera lo había desquiciado.

El anonimato por tanto no sólo nos disimula, sino que puede salvarnos; por eso lo buscan delincuentes y pecadores, y por eso mismo lo han buscado siempre los santos verdaderos, conscientes de que la virtud que alcanza reconocimiento en la tierra no lo tiene en el cielo, porque ya ha recibido pago.

Mi antipatía por los anónimos viene además de que, en ocasiones, me han sumido en un desasosiego insoportable. Recuerdo ahora mismo un artículo que escribí en la revista de un Colegio de Abogados sobre las dificultades de iniciarse en toda profesión liberal, porque una imagen excesivamente joven produce desconfianza en los clientes. Para quitar hierro a esta evidencia quise concluir con una nota de humor, diciendo que para alcanzar apariencia de Abogado ilustre se precisan gafas, barriga prominente y almorranas. Las gafas - aclaraba - dan un aire de sabiduría, la barriga prominente un aspecto de prosperidad y las almorranas una expresión inquieta que puede fácilmente confundirse con honda preocupación.

Al cabo de los días recibí una carta anónima en la que, muy educadamente, el autor mostraba su desacuerdo "con que unas simples gafas y una barriga inocultable puedan aportar a nadie un halo de prestigio, sin una trayectoria intachable y una honestidad contrastada". Desde entonces vivo con el desasosiego de si la protesta se reducía sólo a esos dos requisitos de los tres que enuncié por simple omisión o porque eran los únicos de los que carecía el protestante.

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