El pasado marzo falleció la escritora estadounidense Amy Krouse Rosenthal, quien antes de partir publicó una carta en The New York Times en la que buscaba esposa para su marido, de quien hablaba maravillas. Pensé en la generosidad de esa mujer, que incluso en sus últimos momentos buscó la felicidad de quien se quedaba solo. Pero no es la única. Hace unos días viví de cerca un acto similar al irse una amiga que más que preocuparse por ella, pensaba en paliar la soledad en que quedaría su esposo. Son dos casos en los que las protagonistas se han despojado de todo egoísmo y se han dado a la tarea de buscar una solución para quienes aún seguirán en este mundo. Ambas tuvieron un final digno, rodeadas de amor, de cuidados y con la verdad por delante, es decir, conscientes de su inminente final. Yo recordé a Elisabeth Kübler-Ross, la médica suiza autora de libros en los que narró sus experiencias con personas que partían. Casualmente también llegó a mis manos una entrevista publicada en La Vanguardia a Joan Carles Trallero, médico de cuidados paliativos, en la que afirmaba cosas tan interesantes como que la formación de los médicos está tan enfocada a la vida que hay a quienes les cuesta encajar que la muerte es inevitable. Ello conduce a que muchas personas mueran con amargura. Ya Kübler-Ross mencionaba la importancia de lo espiritual en todo este proceso y Trallero confirma que en condiciones terminales no es suficiente paliar el dolor físico, sino también el espiritual. Nuestros abuelos solían despedirse en casa, rodeados por la familia, arropados por el cariño y con el espíritu a punto. Muchos pedían ser asistidos por un sacerdote y con ello quedaban en paz. No es fácil hablar de la muerte en las sociedades modernas donde el ahora lo llena todo, donde se impone lo intrascendente, donde el ruido nos aturde y no nos deja ver que, como la flor de los cerezos, tenemos un tiempo para florecer y otro para volar.

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