Para quienes cantamos de jóvenes las canciones de Lluis Llach, auténticos himnos a la libertad, resulta sorprendente oír su defensa ciega de la independencia de Cataluña, y sus amenazas a quienes no la acaten, en perfecta contradicción con su manera de pensar de hace 40 años. El ocaso de los mitos tiene un lado muy doloroso. Salvador Dalí fue un joven surrealista contestatario y provocador, pero ya de mayor acabó haciendo loas extraordinarias a Franco. En una entrevista para el semanario francés L'Express en 1971 decía que el dictador era "un gran político, un santo, un místico, un ser absolutamente extraordinario". Ahí queda eso.

Tres años después de aquellas hipérboles del pintor, Llach publicó La Estaca, que simbolizaba a la dictadura española. Muchos jóvenes de la época cantaron a coro "si tiramos fuerte, la haremos caer... Seguro que cae, cae, cae, pues debe estar ya bien podrida". Eso fue entonces, porque cuatro décadas después, aquel joven contestatario ha acabado de diputado de Junts pel sí y de predicador de la cofradía soberanista. Y en estos momentos en los que flaquea el entusiasmo independentista, Llach ha subido el diapasón en sus conferencias; amenaza a los funcionarios que no acaten la desconexión con España y les advierte que si no cumplen van a sufrir mucho. Se manifiesta como un belicista que diera por hecho que las guerras producen daños colaterales.

Poco parece importarle la ilegalidad de su propuesta, su escasa base democrática o la corrupción de algunos de los partidos embarcados en esta aventura, para quienes el soberanismo es una huida hacia delante con el botín. El complejo de superioridad le ha hecho perder la inspiración y sostiene que cada catalán aporta a Europa tanto como un alemán. Y el sentido de la realidad ha abandonado al viejo cantante: sueña con una república catalana pluscuamperfecta, cimentada sobre una de las dos organizaciones más corruptas de la historia reciente de España. Resulta chocante que el autor de La Estaca se sienta cómodo viajando en la misma nave que la banda del tres por ciento. Por el contrario, traslada a sus interlocutores una visión tenebrosa de España, que retrata con una ensalada de estereotipos: señoritos, hidalgos, funcionarios, monárquicos y puertas giratorias.

Todavía con Franco vivo, Llach publicó en 1975 su Viaje a Ítaca. Otro hermoso disco que se convirtió en un símbolo de la época. Pero cuarenta y dos años después su filosofía política es la antítesis del poema de Kavafis. En vez de un largo camino lleno de aventuras y conocimiento en el que no hay que forzar nada la travesía para llegar al destino, el viejo Llach nos propone entusiasmado un atropello, sin base legal, ni popular. Y con víctimas. La suya ya no es la Ítaca de Ulises. Está más cerca de la Andorra del clan Pujol.

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