Habladurías

Fernando / taboada

Ni cine ni sardina

AUNQUE son mucho más elevadas para el espíritu, las artes escénicas se parecen bastante a la cría de cerdos. En ambos casos hacen falta unas instalaciones especiales, manos expertas que conozcan el oficio, y es necesario invertir grandes sumas de dinero para mantener el negocio a flote. La diferencia estriba en que, si bien los cerdos son consumidos con delectación por un enorme porcentaje de la gente, los dramas de Shakespeare, sin embargo, (siendo más imperecederos que el mejor salchichón, y ahondando en la condición humana de una manera que no se alcanza comiendo productos ibéricos) cuentan con menos seguidores que el jamón o la mortadela.

Y perdonen ustedes si la comparación les ha parecido grosera, pero como resulta que las arcas de las que salen las ayudas para mantener abiertos los teatros públicos son las mismas de las que sale también el dinero para desatascar las alcantarillas, no me parecía tan descabellado el símil.

Ahora que el Teatro Villamarta corre peligro, estamos ante lo que se podría llamar el dilema del cine o la sardina. Igual que a Guillermo Cabrera Infante cuando era niño le preguntaba su madre si prefería los domingos comer pescado o ver una película (porque la economía doméstica no daba para las dos cosas), las instituciones se tienen que plantear actualmente si, después de hundirnos en la ruina, queremos que el espectáculo continúe o preferimos que baje el telón definitivamente.

Por eso, cuando el viernes me sumé a la manifestación a las puertas del Villamarta, reconozco que albergaba ciertas dudas. Por un lado está esa parte de mí convencida de lo estupendo que es tener a dos minutos de casa un local la mar de cómodo al que me traen de vez en cuando al Brujo (y donde he podido disfrutar tantas noches de la música de Verdi, o ver de cerca a la impresionante Ute Lemper), pero también está esa otra parte de mí que entiende que Jerez es una ciudad al borde de la metástasis en la que toca sentarse a hacer números.

Con la deuda que ha contraído la ciudad en pocos años, no es que hubiera bastante para mantener abierto sin problemas este teatro ahora moribundo. Es que sobraría para haber comprado el Liceo de Barcelona y habérselo traído piedra a piedra, con las cortinas y todo. Pero las cosas se hicieron de pena y con una trampa municipal multimillonaria a las espaldas queda poco donde rascar.

Por eso es tan urgente buscar nuevas fórmulas de financiación que garanticen el espectáculo. ¿Estaría la gente dispuesta a pagar -igual que se paga el céntimo sanitario en las gasolineras- un céntimo lírico, o un céntimo dramatúrgico, o el céntimo flamenco o lo que sea, con tal de mantener abierto nuestro teatro? Mejor no preguntar, porque la protesta más eficaz que se me ocurre contra el cierre del Villamarta consiste en pasar por taquilla de vez en cuando para pagar una entrada, y eso, amigos, parece mucho pedir, ya que lo suyo será disfrutar de la función, pero por la patilla. Algo que no sucede cuando se pide en un bar un plato de chicharrones.

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