UNA levantera presidió el acontecimiento. Bolonia fue el escenario. Y José Mateos el festejado. Con África escondida tras un mar aborregado, una paella sobre la mesa y un cariño férreo de por medio, se inició un año más en la biografía del poeta jerezano.

El cumpleaños de un poeta es la celebración de la creación humana. Porque los poetas vienen al mundo con la consigna de conmovernos. Nos recuerdan que la materia caduca, pero que el alma, esa parte intangible del ser humano que nos ata con lo supremo, no muere.

Pertenecer al taller de José Mateos es ingresar a su Escuela Popular de Docta Ignorancia y sentarse ahí, detenido el aliento, a esperar que nos introduzca en mundos donde "La razón y otras dudas" comparten el devenir de un discurso.

Alguna vez escribí que no hay poeta sin infiernos. Y José lo sabe. En boca de su personaje don Juan Espectro señala: "Sólo se deciros que, a veces, huyendo de las exigencias de los otros, he buscado refugio en esas corrientes subterráneas de uno mismo, en el sueño, y allí dentro me he encontrado con el otro del que huía, o lo que es peor, he descubierto que, como Edipo, yo era el otro del que huía".

Pero también es verdad que a los poetas les basta elevar los brazos para tocar el cielo con la yema de los dedos. José lo confirma: "A veces siento como si todo el amor junto, todo el amor que se ha producido durante siglos y siglos de historia humana, de besos, de abrazos, de dádivas y roces humanos, concentrado en un solo instante de amor, se me metiera dentro, me rompiera por dentro".

En este mundo irreverente y relativista, la voz del poeta se levanta para desperezarnos los sentidos. Y José nos sacude al decir: "Mira el jilguero. No es nada:/miedo y plumas. Sin embargo,/escondido tras las ramas,/puede hacer que cante un árbol".

José Mateos, querido poeta, qué don divino se te ha otorgado. Qué privilegio poder llamarte maestro. Pero sobre todo, amigo.