Jesús / Rodríguez

Las dedicatorias

A cepa revuelta

NO tengo ninguna duda de que la medida del talento de un escritor se conoce no por su prosa ni por sus versos, sino por lo que es capaz de improvisar el día en que le ponen delante uno de esos álbumes llamados "Libros de Oro" para que escriba una dedicatoria. En esto se explica que tan pronto como descubro uno en cualquier sitio me lance sobre él a la búsqueda de firmas de crédito literario. La manía me ha resultado provechosa porque gracias a ella he bajado a no pocos prestigiosos autores del pedestal en que los tenía colocados.

Aunque yo no soy escritor, una de mis pesadillas más repetidas consiste en que llego a la sede de una Peña Flamenca y aparece su Secretario con el Libro de Oro entre las manos para pedirme una dedicatoria, recordándome que quedará grabada para siempre. Entonces ocurre : saberme dedicado a la muerte y que mi única inmortalidad acaso sean las palabras que en ese momento exprese, me bloquea la mente y soy incapaz de enjaretar dos frases lúcidas. Despertarme en ese momento es una gloria. (Creo, sin embargo, que no soy el único que sufre este síndrome de estupidez transitoria, porque en algunos álbumes he encontrado textos de poetas de renombre que si las dedicatorias que escribieron fueran sus cédulas de entrada al Parnaso, todos ellos, sin excepción, tendrían en él como destino seguro el de recogedores de las bostas de Pegaso).

Lo malo es que esta machacona pesadilla se ha hecho realidad. No han sido pocas las veces en que, con ocasión de una visita de compromiso que he tenido que hacer a alguna Asociación o Instituto, ha aparecido de pronto un hombrecillo horrible con una sonrisa de saurio en la boca y un libro en la mano, pidiéndome unas palabras escritas de recuerdo.

En esos angustiosos momentos - la página aun virgen y rodeado de gente expectante de leer lo que va a alumbrar mi ingenio-, me acuerdo siempre de Ramón Llull, aquella lumbrera que fue capaz de enumerar los predicados de Dios (bondad, grandeza, eternidad, poder, sabiduría, voluntad, virtud y gloria) y de inventar la primera máquina de pensar de la que tengo noticia. El prodigio estaba compuesto por círculos concéntricos de madera llenos de símbolos de cada uno de esos predicados divinos, y su funcionamiento era de una sencillez extrema : bastaba rotar los círculos para que apareciera una suma infinita de conceptos teológicos.

Lo cierto es que, resuelta la papeleta con más o menos acierto, me juro que en cuanto tenga unos días libres me pondré a la tarea de introducir las necesarias variaciones en el ingenio del sabio medieval para que, en lugar de pensamientos filosóficos, produzca brillantes dedicatorias.

Esto no significa, sin embargo, que esté en contra de los Libros de Oro. De hecho me parecen un invento admirable, aunque sólo sea por su inventor : San Bruno, el fundador de la orden de los Cartujos. Como se sabe, el santo mandó erigir en el corazón de los Alpes un albergue con el fin de dar hospitalidad durante tres días a cualquier viajero que la pidiera. Para llevar un registro de hospedados, se presentaba a cada uno en el momento de su partida un libro invitándole a escribir su nombre. El trato de los monjes era, sin embargo, tan solícito, que casi todos aprovechaban para añadir a su nombre unas frases de agradecimiento. Y sería porque la melancolía del paisaje, la risa de las cascadas, el silencio del monasterio, el tiempo despreciado y la eternidad siempre presente inspiraban a los huéspedes, pero lo cierto es que aquel modesto registro contenía textos de gran belleza literaria.

Durante el siglo XIX la idea de un libro de dedicatorias cundió entre la alta sociedad europea, aunque imbuida de esa frivolidad tan propia de la época; de tal modo, que no había dama que quisiera parecer moderna que no tuviera el suyo propio, que enviaba con un criado a personajes conocidos, comprometiéndolos a enumerar en él las prendas que la adornaban.

Debo reconocer, sin embargo, que las dedicatorias, que tan mal me lo han hecho pasar, me han ofrecido también anécdotas singulares. Recuerdo ahora mismo que cuando hacía el Servicio Militar, "El Morón", un compañero muy servicial, pero bruto como él solo, me perseguía entre guardia y guardia para que le apuntara una frase romántica con la que rematar las cartas que enviaba cada día a su novia.

Yo salía del paso dictándole versos de Bécquer o de Neruda. Lo cierto es que, a la vuelta del permiso de fin de semana, "El Morón" me contaba con un detalle que en ocasiones me hacía sentir bochorno, hasta qué punto aquellas frases habían vencido el pudor de su amada. De ello deduje que aquella moza debía tener una finura intelectual inimaginable en alguien capaz de enamorarse de aquella mala bestia.

Un día, tan harto ya de sufrir acoso como de tener que escuchar el provecho que aquel pájaro sacaba de mi esfuerzo, decidí escribirle algo que lo descubriera ante ella como el cebollino que era, confiando en que lo mandaría de una vez y para siempre -o por lo menos hasta que yo acabara la mili - a freir espárragos trigueros, y le dicté : Sin "Ti", el tiempo es sólo "empo".

No conté, sin embargo, con que había errado en mi diagnóstico sobre aquella serrana y resultó que el palomino había encontrado una palomina a su exacta medida intelectual, porque ella quedó encantada y más rendida que nunca, viendo en esa tontería una melancólica declaración de amor intemporal.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios