¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Una democracia sin complejos

Frente a la serena y madura reacción del Estado, llama la atención la actitud infantil del nacionalismo catalán

Una de las explicaciones tradicionales del peso de los nacionalismos periféricos en la vida política española ha sido las endémicas debilidad e ineficacia del Estado español. De ahí las guerras carlistas, los bandoleros, los pronunciamientos militares, la ausencia de la educación pública, la escasez de infraestructuras y todo ese rosario de reproches que se le suele arrojar a la cara a nuestra enteca Administración central. Si el gobierno de Isabel II y sus regencias, la Gloriosa y sus dislates, la restauración borbónica, la II República y la dictadura fueron auténticos fracasos se debió, en gran parte, a la flojera de un Estado incapaz de embridar un país con potentes fuerzas disgregadoras. La cosa, a la vista está, cambió cuando, a partir de 1978, España se convirtió en una democracia sin complejos y fue capaz de construir un estado razonablemente moderno y eficaz, en el que los trenes llegan puntuales y los delincuentes, aunque sean diputats o presidents, tienen que presentar cuentas ante los jueces cuando hay indicios de que han quebrado gravemente la legalidad vigente.

Frente a la serena y madura reacción del Estado, y especialmente del Poder Judicial, en todo este desagradable asunto del procés destaca la actitud adolescente del independentismo catalán (y de sus palmeros mediáticos y académicos en el resto de España), entregados al lloriqueo, la emocionalidad más sonrojante y la retórica de las grandes palabras (empequeñecidas por su uso torticero). Es el viejo truco de la pataleta infantil: cuando se le recrimina por la actitud violenta hacia su hermano, responde con la palabra "injusticia"; cuando se le recuerda que no puede hacer su santa voluntad en una familia compuesta por muchos miembros, recurre al término "democracia". La sesión del Parlament del pasado sábado fue un ejemplo más de esa política inane, vacía y lastimosa del separatismo catalán, que siempre empieza con grandilocuentes desplantes para acabar con lágrimas de autocompasión.

El nacionalismo y sus amigos pueden seguir insultando al Estado y a la democracia española, alimentando la leyenda de una España autoritaria e inquisidora para ocultar su intento de golpe contra los derechos más elementales de todos, pero eso no ocultará lo que hemos visto la mayoría dentro y fuera de nuestras fronteras: la existencia de un Estado serio y eficaz, de una democracia sin complejos que no se deja pisotear ante la política de hechos consumados de unos facciosos.

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