Aquello tenía que ser el infierno pero con ruido. Para que el dueño del bar tuviera que colocar un cartel pidiendo a los clientes que hicieran el favor de controlar a sus hijos, que procuraran sacarlos del local en caso de estar molestando con sus berridos, o que fuesen tan amables de no cambiarles los pañales encima del mantel, es obligado hacerse una pregunta: ¿qué versión del masoquismo hay que padecer para tomar el aperitivo en un sitio así?

Cuesta creer que en un país como España, donde hace décadas que se prohibió la tortura, permanezca abierto un local donde haya que rogar a los clientes que no se comporten como se comportarían los mandriles si en vez de ir con el culo al aire, tuvieran la costumbre de salir de copas. ¿Pero cómo será de distinguida la clientela del bar Livingstone de Salamanca para que el dueño intentara prohibir las carreras, los balonazos y las marimorenas de los niños que animaban el cotarro?

En las cantinas del Lejano Oeste había que recordar a los forajidos que estaba prohibido disparar al pianista. Se ve que hemos avanzado mucho porque, si bien hay clientes en los bares a los que conviene informar sobre la diferencia que existe entre la vida silvestre y la vida en sociedad, también es justo reconocer que un demonio de medio metro de estatura, pedaleando a tumba abierta con su triciclo por donde suelen circular los camareros, puede ser un incordio, pero no llega a ser tan molesto como un forajido harto de whisky y disparando a todo lo que se menea.

Es lógico que los electrodomésticos traigan libros de instrucciones, pues la Humanidad no siempre se las ha tenido que ver con aparatos que baten claras de huevo apretando un simple botón. Pero no conviene confundir a los niños con los electrodomésticos. Si bien parece excesivo avisar al comprador de una lavadora para que tenga cuidado de no meter al perro junto a las prendas delicadas; si resulta ridículo incluir en el libro de instrucciones de un horno que lo correcto para asar el pollo es haberlo desplumado antes, en cuanto a los hijos, sin embargo, cualquier precaución es poca, ya que ni son tan previsibles como las lavadoras ni se desenchufan con la misma facilidad. De ahí que no me parezca absurdo especificar -sobre todo cuando los padres son primerizos- que en los bares no se juega a la pelota, que no se deben tirar petardos mientras el cura da la comunión, o que escupirle al señor que ha preguntado cómo se llama este niño tan majo puede ser de mala educación.

Y es conveniente ser muy claros con las normas de convivencia porque luego esos niños crecerán y tendrán que habituarse a leer los carteles que un día habrá que colgar en los hospitales rogando no abofetear a las enfermeras. Tendrán que entender las normas en la Audiencia que impedirán explícitamente coger por la pechera al señor juez, o esos letreros que habrá que poner en las paredes del Congreso indicando que está terminantemente prohibido ir a las sesiones en bañador, celebrar barbacoas y dar golpes de Estado.

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