Días atrás escuché por casualidad una antigua canción de navidad inglesa, Los doce días de Navidad. Procede del siglo XVIII y tiene un carácter infantil y casi naïf, aunque eso es quizás lo de menos para lo que voy a referir. Tras esa inesperada reescucha me dio por pensar en el número de días que tienen estas fiestas. Los doce de la canción son los que van desde el día de Navidad hasta la Epifanía. Eso en el mundo anglosajón, porque nosotros le añadimos la Nochebuena por delante, con lo que a mí me salen ya catorce. Da igual uno de más o de menos, lo único claro es que este ciclo festivo concluye con los Reyes Magos, pero su inicio cada vez se adelanta más. En la mayoría de países europeos comienza a principios de diciembre con los tradicionales mercadillos navideños y aquí, en nuestra tierra, empiezan a sonar los villancicos profusamente en el puente de la Constitución como muy tarde. Se trata, pues, de una celebración que se hace especialmente larga, según cómo se viva, claro está. Sin embargo no es la duración lo que más me llama la atención, sino el carácter que ha cobrado, que definiríamos como muy extravertido, decididamente volcado hacia fuera y, además, colmado de premura. Vivimos estos días, especialmente esos doce o catorce, de una manera un tanto apresurada, acaparados por una sucesión de entradas y salidas, convocatorias y citas, compras y otra serie de cosas que parecen de participación obligada. En señaladas fechas, la gente ocupa las calles de forma multitudinaria, lo que no me parece mal (a la hostelería y al comercio pienso que tampoco). Sin embargo, no puedo evitar añorar un tiempo que parecía no correr tanto, que era más largo e interior, y en el que cabía la recuperación de lecturas atrasadas, las tardes perezosas al calor de la lumbre… Pero vivamos este tiempo presente. Dense prisa, que los días se van. ¡Feliz año nuevo!

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