El dulce yugo

Donde la democracia plantea dudas, el nacionalismo apronta una solución rauda y escueta

Cuando escribo estas líneas, aún se desconoce la resolución que adoptará esta tarde el señor Puigdemont, artífice de uno de los pustch más dilatados y agotadores que conoce la Historia. Sí cabe sospechar, no obstante, que sus inclinaciones no caerán del lado de la democracia; y sí de esa república portátil, en cuyo despliegue ha comprometido la tranquilidad, y la existencia misma, de Europa. Por otra parte, y al margen de lo que ocurra en el Parlament, es fácil establecer una enseñanza de la que todos somos culpables: si no cesa el adoctrinamiento y la difusión del ideario nacionalista, de indudable carácter totalitario, el problema al que hoy nos enfrentamos volverá a repetirse, quizá con mejor fortuna, en el curso de unos años.

De ahí que uno mire con cierta melancolía los esfuerzos del PSOE por inventarse un marco constitucional, por arbitrar una solución administrativa (nuevas competencias, nuevo modelo autonómico, etcétera), a un problema que no la tiene. La juventud robusta y estupidizada que se movilizó estos días a favor del 1-O, se mueve, no por un ansia de libertad, sino por un claro gesto de superioridad y desprecio. No es lo mismo defender la ley hipotecaria que defender la Patria, el Edén, el Paraíso intacto, del ataque de las hordas bárbaras; de ahí que los demócratas hayan tardado mucho más en movilizarse que esos púberes incandescentes (acompañados de ancianos tan aburguesados como fanáticos), que hoy creen divisar la Tierra Prometida por encima de las horribles masas españolas. Masas que la florida ignorancia del señor Echenique no duda en vincular a la extrema derecha, pero que son el fruto natural y vario de una persecución y de un hartazgo. A lo cual debe sumarse, como dato esclarecedor, que es el partido del señor Echenique quien sostiene con sus votos a la ultraderecha nacionalista tanto en Cataluña y Navarra como en el País Vasco.

Cuál es el encanto, la fascinación, el dulce yugo que ofrece el nacionalismo a las masas enardecidas y erráticas, es algo que sabemos desde antiguo. Donde la democracia plantea dudas, el nacionalismo apronta una solución rauda y escueta; donde el parlamentarismo exhibe una pluralidad de voces, el nacionalismo sueña la voz unánime de un pueblo, sustanciada en un guía, en un hombre providencial, en un fürher. Donde la democracia exige respeto, el nacionalismo impone la sumisión, el oprobio, la exclusión del diferente. Donde la democracia estatuye la paz, el nacionalismo inoculará la guerra.

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