No nos podemos quejar, como solíamos, de que lo importante no ocupe espacio en las portadas. La educación está de rabiosa actualidad. Cierto que, en principio, parece que sólo por cuestiones accesorias o polémicas, como el caso de Cifuentes, o por la inmersión lingüística en Cataluña, o por la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la diferenciada. Nos gustaría un debate todavía más sesudo y profundo, por supuesto, pero no dejemos de celebrar que la educación aparezca, al fin, en nuestro debate público.

Detrás de las polémicas hay cosas serias. Gracias a Cifuentes, estamos relativizando muchísimo los másters y vacunándonos contra tanta titulitis rampante como hemos padecido. ¡Cuántos desearían ahora mismo no tener algunos títulos! La vergonzosa espantada del Gobierno, que no ha ofrecido la oportunidad de estudiar en castellano en Cataluña, además de una lectura política, la tiene educativa, porque se sabe que impedir que los niños estudien en su lengua materna implica una dificultad académica considerable. Por último, la sentencia que considera constitucional la educación diferenciada escocerá a muchos, pero es un reconocimiento de la diversidad de los modelos y de la libertad de los padres.

Cada uno de estos supuestos merece un artículo o varios, pero en esta columna sólo veníamos a celebrar que la educación ocupe en el debate público el lugar que le corresponde. Además, se podría hallar un común denominador educativo a las tres noticias. La importancia de la libertad en educación.

Se ve muy claro en la sentencia de la diferenciada. No se impone nada a nadie, sino que se evita que aquellos a los que no les gusta (legítimamente) prohíban (directamente o mediante asfixia económica) a los que les gusta (legítimamente) llevar a sus hijos (a los suyos) a los colegios que elijan. En Cataluña, en cambio, sigue sin permitirse a los padres la libertad de escoger el idioma vehicular de la enseñanza. Con libertad se arreglaba todo.

¿Y qué tiene que ver la libertad con el caso Cifuentes? Menos, pero quizá que, con una salida laboral menos encorsetada por la necesidad de unos títulos o por un presunto prestigio, prevendríamos la titulitis. Si hubiese más flexibilidad en la exigencia curricular para puestos concretos, quizá nos acostumbraríamos a contratar exigiendo más conocimientos que certificados. Eso sí que sería -dimisión aparte- un buen colofón al caso Cifuentes.

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