La colmena

Magdalena Trillo

mtrillo@grupojoly.com

El efecto placebo del 'me gusta'

Compartimos, sin ni siquiera molestarnos en leer, creando la ilusión de que somos justos, generosos, altruistas o solidarios

Lo llaman porno-miseria. Me lo contaba un universitario chileno que cursa un máster de Periodismo en Granada: ya en los años 70, un grupo de documentalistas colombianos firmó un manifiesto contra la utilización mercantilista de la representación de la pobreza en el cine. La explotación de la miseria al servicio del mercado europeo y anglosajón con ejemplos tan elocuentes como Slumdog Millonaire.

Lo cierto es que, con la pequeña-gran pantalla del móvil en nuestros bolsillos, un me gusta es suficiente para limpiar el sentimiento de mala conciencia. Una cara de espanto, un torrente de risa y una catarata de lloro tienen más recorrido que los nuevos 240 caracteres de Twitter. Es la ilusión de ayudar a las víctimas desde el sofá de casa; la esencia del crowdfunding y de las campañas masivas de solidaridad, aunque en demasiadas ocasiones lo compartamos sin ni siquiera tomarnos antes la molestia de leer.

Puede que todo no sea más que un efecto colateral del síndrome del impostor, esa epidemia de inseguridad con que los humanos nos debatimos entre la aspiración de tener una vida mejor y el estigma que sigue implicando el pecado de fracasar.

No sólo los grandes intelectuales, creadores y famosos temen que el mundo descubra que son un fraude. Cuando en 1978 las psicólogas Pauline Clance y Suzanne Imes diagnosticaron el "fenómeno del impostor" se limitaron a retratar lo que cualquiera de nosotros ha sentido en alguna ocasión: ser un farsante. El antídoto no es otro que revestirnos de una apariencia de humildad -me ayudaron, estuve en el sitio oportuno en el momento oportuno, tuve suerte…- para amortiguar la caída.

Las redes sociales no han hecho más que proporcionarnos una férrea máscara con la que blindarnos de nuestros miedos y reconstruir nuestro retrato público (la vieja teoría del doble yo) rompiendo las fronteras entre la realidad que nos acecha y la ficción que casi no nos atrevemos a anhelar. ¿Me lo merezco realmente? ¿Se lo merecen ellos? La pregunta podría ser tan válida en lo alto de la escalera como en el fondo. Que un ensayo como Las virtudes del fracaso se haya convertido en un best-seller en Francia no es casualidad. Desde un ángulo crítico y literario, lo que hace Charles Pépin no es más que diagnosticar el síndrome del impostor -somos unos fracasados y nos van descubrir- y llegar al origen del efecto apaciguador del me gusta. Puro remordimiento: ser culpables, generosos, altruistas o solidarios aunque aún ni siquiera sepamos por qué.

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