Hace unos días acompañé a una amiga a su primera consulta oncológica. Se había enterado de su cáncer dos semanas atrás. La preocupación por su salud ocupaba un sitio importante en su estado de ánimo, por lo que tenía importantes expectativas al acudir a su cita médica. Cuando entramos nos recibió una mujer joven que solo le indicó que se sentara. Luego se dedicó a pasar a su ordenador algunas partes de los informes que mi amiga llevaba y a hablar por teléfono para atender asuntos ajenos a la consulta. En ningún momento miró a mi amiga ni le preguntó cómo se sentía. La ignoró por completo. Parecía que en su consulta solo había cabida para ella y sus asuntos. Después de un tiempo prudencial mi amiga le dijo que tenía unas dudas que deseaba consultar con ella y entonces la doctora se enfadó y le respondió no solo con mala educación sino con una ausencia total de sensibilidad.

Me sentí tan incómoda que me pregunté cómo una persona que se dedica a la oncología podía ser tan fría, tan indiferente y tan incapaz no solo de empatizar sino de establecer lo que se conoce como el rapport, que es la creación de un ambiente amable y de confianza entre los seres humanos que genera armonía, promueve decisiones eficaces y fortalece los vínculos interpersonales tan necesarios entre médico y paciente. Pensé entonces en la inteligencia emocional y el buen manejo de las emociones. Recordé a Daniel Goleman, quien desde hace años nos ha dicho que sólo el veinte por ciento del éxito tiene relación con el coeficiente intelectual. El resto, el ochenta por ciento, depende de habilidades como el autoconocimiento, la motivación, la empatía, el manejo de las relaciones y el control emocional.

Conectar de manera positiva y respetuosa con los demás es algo fundamental en el trabajo de los médicos, sobre todo ante una enfermedad grave. Y aunque es comprensible que el personal sanitario evite el desgaste por empatía, es necesario proyectar en el paciente una percepción de interés y de apoyo.

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