HABLANDO EN EL DESIERTO

Francisco Bejarano

Dos engaños

A los pesimistas, que no son sino optimistas desengañados, les acechan, según época de la vida, dos engaños. El primero en la juventud: los mayores son más feos y torpes, se han deteriorado por no cuidarse bien y, cuando los vemos jóvenes en las fotos amarillas, visten unas modas extrañas que los afean aún más y parecen menos inteligentes, o eso creemos. La conclusión es que nuestro tiempo es mejor que el pasado y tenemos, además, más medios para desarrollar la inteligencia. Este engaño se paga caro. El otro engaño es el contrario: pensar que el tiempo pasado fue mejor. Con los años se seleccionan los recuerdos y tendemos a añorar sólo los buenos y a reírnos de los malos, como cuando se recuerda un sueño inquietante en el que hemos aparecido como actores de una irrealidad. En la niñez y en la juventud todo parece ganancia y descubrimiento, pero no han de pasar muchos años para abrir el capítulo de pérdidas.

Si quitamos las circunstancias objetivas que pueden hacer un tiempo mejor o mejor: una guerra, una muerte o una enfermedad, un éxito, un amor o un asombro feliz, el tiempo es siempre el mismo, lo creamos y lo medimos nosotros, nuestros antepasados y descendientes, y la especie humana es monótona y desesperadamente la misma en todos los tiempos. Hay costumbres, leyes, vestidos, palabras, gustos y, en suma, formas externas que cambian y nos dan la falsa idea de que nosotros también hemos cambiado. La literatura se ha encargado de demostrarnos lo contrario. Las pasiones de los mitos clásicos están en Homero, pero también en Virgilio y Dante, en Shakesperare y en Cervantes. Las preocupaciones elementales y eternas están en Homero, pues todo lo humano está en él, y en el último libro juvenil publicado que merezca leerse. La literatura no se agota porque trata siempre de lo mismo con mirada diferente.

Si el tiempo pasado nos parece mejor, no es porque lo fuera, sino porque todavía no habíamos perdido nada y el mundo era el que conocimos al nacer. La impresión del niño de que todas las cosas y personas que están en su nacimiento han estado allí siempre, desde el principio de los tiempos, y estarán para toda la eternidad, se transforma pronto en la pérdida de la primera inocencia. Una generación tras otra siente lo mismo. La eternidad y la seguridad duran muy poco y se esfuman antes de salir de la infancia. La juventud es un tiempo de belleza y de luz, de sombras y traspiés, de euforia fugaz y dolor duradero. Nos creemos más listos que nuestros padres y abuelos, y en algunos casos será así, pero lo puramente humano tenemos que aprenderlo solos. "¿Por qué tanto libro y tanta pintura sin interés?", me pregunta un amigo. Por un deseo de aprender, de detener el tiempo, de ser recordado, aunque sea para mal, después de la muerte. Y porque cualquier tiempo pasado acaba por parecer mejor.

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