TIENE QUE LLOVER

A. Reyes

El hombre que no se parece a nadie

HAY veces en que la ficción se entrelaza con la realidad. Conocí hace unos días "al hombre que no se parece a nadie". Supe de sus andanzas a través del cuento "La fama", de Sergi Pamiés. Sabía que llegó a trabajar a una ciudad en la que todos se parecían a alguien (a un cantante, a un teólogo, a un arquitecto, a una poetisa, a un actorý, siempre a personajes famosos). Aconsejado por su psiquiatra, para superar la depresión, decidió operarse. Eligió, tras mucho meditar, a quién parecerse. La operación, por la ineptitud de la cirujana, fue un fracaso: no se parecía en nada al personaje seleccionado. Escapó de la ciudad y volvió a su pueblo. Allí, con el cambio de cara, nadie lo conoció, ni amigos ni familiares. Huérfano y depresivo de nuevo, regresó a la ciudad y, a propuesta de la psiquiatra, comenzó a trabajar en un circo: ¡Vean al hombre que no se parece a nadie! Desde entonces se hizo famoso y todos, paradojas del destino, deseaban parecerse a él, que no se parecía a nadie.

Cuando lo vi en la terraza del café, lo reconocí de inmediato. Tanto me había gustado el cuento que la imagen del personaje se me quedó grabada. Temeroso, me acerqué a él y con timidez le pregunté: "¿Eres el personaje del relato de Pamiés?". Con un leve movimiento del cuello me respondió afirmativamente. "¿Y qué haces aquí?", me atreví a preguntarle. "A estas alturas de mi vida, deseo vivir en un lugar en el que todos sean anónimos, una ciudad en la que nadie se parezca a nadie. Por eso he venido", me contestó.

Hospitalario, me ofrecí como guía para que conociera el lugar. La ciudad estaba de bote en bote, las calles atiborradas, los comercios a rebosar, las grandes superficies atestadas de gente. Las luces de colores encendidas hacían de la noche un artificial arco iris, los altavoces emitían villancicos populares: todo era un ajetreo de colores, de ruidos, de compras, de gregarismo. Ante su cara de estupor, le expliqué que estábamos en vísperas de la Navidad. Que eran momentos de compras, de regalos, de salir a la calle, de gastar dinero sin mirar los precios. Que la Navidad se había convertido en una generalizada costumbre comercial, más allá, mucho más, de su vertiente religiosa.

Asustado, miraba a un lado y a otro sin dar crédito a lo que veían sus ojos. Los vecinos pasaban sonrientes con sus bolsas repletas de adquisiciones: juguetes, camisas, pantalones, chaquetas, zapatos, libros, comidaý Uno tras otro, una multitud, satisfechos con sus regalos y dispuestos a festejar la Navidad. "En la ciudad de la que procedo, no se celebra esta fiesta", me dijo.

Tras unos instantes de silencio, me preguntó por la Estación de Ferrocarril. "Quiero irme", me dijo. "¿Es que no te gusta mi ciudad?". "Vengo de un lugar en el que cada cual se parece a un personaje. Aquí, todos son iguales. ¿Cuál es la diferencia?", me contestó. A las nueve en punto tomó el tren hacia un destino desconocido en el que no se pareciera a nadie, y en donde no existiera la Navidad.

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