Las librerías que perdimos

El cierre de una librería tiene algo de fracaso colectivo, de pérdida de identidad de los núcleos urbanos

La agradable noticia del proyecto de adquisición de la casa de Cernuda en la calle Acetres por el Ayuntamiento (lo que en otros sitios civilizados es normal, qué trabajito cuesta sacarlo adelante aquí…) contrasta con otras que, aunque presentidas, nos informaban estos días del cierre de algunas librerías emblemáticas como Vértice, de la que conservo el recuerdo de niño del amplio local de Mateos Gago antes de su traslado y adaptación a librería internacional enfrente de la Universidad; o la librería Céfiro, en la calle que nunca hasta hoy ha podido tener un nombre más apropiado: Virgen de los Buenos Libros.

Aunque moderna, Céfiro tenía los elementos precisos de una librería tradicional. El local de esquina con los amplios ventanales tras los que se exponían en elegante escaparate los libros más diversos, como una pirámide de papel a pie de calle; las clásicas estanterías de madera con sus títulos ordenados por autores y materias; las mesas de novedades primando siempre la calidad; la atención al cliente, eficiente y discreta, que tanto echamos en falta en las grandes cadenas comerciales; o su tímida especialización en libros de historia. Hasta el azulejo de la calle puesto en su fachada le daba un aire costumbrista, como si llevara allí toda la vida.

El cierre de una librería tiene algo de fracaso colectivo, de pérdida de identidad de los núcleos urbanos, de rendición incondicional y pacífica ante los avances imparables de los ejércitos de la modernidad. Posiblemente ésta como otras no sea más que la constatación de una realidad cada vez más evidente: se lee muy poco, se compra menos, y así el negocio librero es imposible de sostener con los costes mínimos de apertura. En la era digital, son ya pocos los que disfrutan entrando en las tiendas de libros, aunque sólo sea por el gusto de conversar y hojear las últimas novedades.

El otro sábado quise acercarme a Céfiro en su último día de vida. Durante el rato pequeño que estuve, llegaban clientes que adquirían sus últimos libros con marcador en su bolsa inconfundible y se despedían agradecidos de los libreros con la tristeza de quien pierde algo querido. Por última vez me acerqué a una de las mesas y a modo de libro póstumo, tomé dos, el segundo de ellos un ensayo sobre la obra de Joaquín Romero Murube. Perdidos hace tiempo nuestros cielos, ahora perdemos irremisiblemente las librerías.

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