Como cada año, bien entrada ya la primavera, llega la Feria del Libro a nuestra ciudad. Es un punto de encuentro entre los eslabones que componen ese peculiar mundo relacionado con el libro y la lectura. A la aparición de novedades editoriales se suman diversos actos encaminados a servir de acercamiento entre escritores y lectores. Estos últimos tienden a idealizar y mitificar a los que escriben y la feria les da la oportunidad de comprobar que quien escribe libros es un ser tan normal como el que los lee. Y más vale no indagar en el tema para no sentirse defraudado; porque otra de las consecuencias de la feria es que el escritor, que generalmente se considera poco reconocido, emulando al viejo programa de televisión, se sienta "reina por un día" y su ego se quede satisfecho durante un cierto tiempo.

El mundo del libro es un tanto curioso. Leer libros, escribirlos, tener una buena biblioteca, goza de buena prensa. Da la impresión de que todo lo relacionado con el libro y la lectura es bueno en sí mismo, cuando la realidad es bien distinta. El libro, al igual que el cine, es arte e industria y los resultados económicos suelen primar sobre los literarios. Ello hace que la obra artística aparezca solo en contadísimas ocasiones. Recuerdo oírle decir a un acaudalado editor que de libros solo sabían el uno por ciento de la población y que precisamente esos eran los que a él no le interesaban. A los que había que venderle libros era al noventa y nueve por ciento restante. Esa filosofía, totalmente rentable desde el punto de vista económico, explica los derroteros por los que camina el sector y los títulos que acaparan las mesas de novedades, para mayor gloria de los grandes almacenes.

Dando por cierto el dicho de que la cultura, por desgracia, no nos hace mejores, hay que reconocer que quien lee está en el camino correcto para algún día llegar a serlo. El libro, sin duda, es el objeto más humano y humanizado que existe. Es el vehículo perfecto para comunicarse con otras personas sin necesidad de que estén próximas, no solo en el espacio, sino en el tiempo. A través de él podemos dialogar con Séneca o Platón, trasladarnos al mundo decimonónico rural francés de Madame Bovary o al Londres victoriano de Dickens. El libro, además, no necesita pilas ni sistemas de compatibilidad. A pesar de las nuevas tecnologías, el libro no ha muerto. Sigue vivo.

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