Al menos unos cuantos días al año, la vida se toma un respiro entre las hojas del calendario, y pide envolver sus horas entre fríos, brindis y regalos de papel.

Ya saben, una noche se celebra que Dios vuelve a alumbrar los cielos; otra noche nos tomamos las uvas en familia y una mañana todos volvemos a ser como niños al levantarnos de la cama.

Y en medio de toda esta marabunta de esperas, uno recibe decenas de mensajes, unos brotados del fondo del corazón y otros impostados por la costumbre, oliendo cada coma a falsedad y compromiso.

Llegan estos días y nos empeñamos en quedar bien con los demás, en pretender agradar a todo el mundo, en buscar la sonrisa y el afecto en los que tenemos cerquita de casa y lejos de nuestra barriada,… ¿y el resto del año?

Creo que nos iría mucho mejor si el resto del año también nos mirásemos a los ojos y alzáramos nuestras copas por nuestras preocupaciones, nuestras ilusiones, nuestro día a día.

Al fin y al cabo, somos el mejor regalo que tenemos.

Y es sencillo. Sólo debemos de contarles nuestras cosas al aire, de saborear un café a la caída del sol o pasear por la vereda de los silencios, sin que el silencio se escuche.

Solo tienes que descolgar un teléfono, alegrarte por las cosas buenas que les pasen a los que están cerca de ti, acoger en el salón de tu casa al que quiere llorar, al que necesita llorar, al que solo le queda llorar.

Solo te pido que seas buena gente doce meses al año, que dejes la maldad encerrada en el tarro de los olvidos y que vivas, haciendo que los demás vivan por ti.

Este sería mi mejor y tu mejor presente para este año que acaba de nacer, ahorrándonos hasta el ingenioso ticket regalo.

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