En la actualidad parece que mentir se ha convertido en algo común, en una costumbre incluso aceptada. Se miente en el currículum, se miente a los electores, se miente en las estadísticas y se miente en las relaciones personales. Mentir con tanta ligereza es un indicador de que la sociedad tiene grietas por donde se escapan valores y se adquieren hábitos no deseables a través de los cuales una persona puede llegar a mentirse a sí misma. Desafortunadamente, muchos jóvenes ni siquiera son capaces de distinguir entre la verdad y la mentira porque nadie se los ha hecho ver, porque padres y formadores lo han obviado y porque pertenecen a un mundo que distorsiona la realidad y les convierte en seres que, por su falta de conocimiento, son propensos a caer en la equivocación. Esto me trae a la memoria los comentarios que un día le escuché al padre Hernán Pereda, sacerdote argentino licenciado en Teología Dogmática y Espiritualidad quien afirma que el que miente, al menos conoce la verdad. Sin embargo, el que yerra toma por verdad lo que es falso. Lo que se opone a la verdad es el error, que se parece mucho al agujero de un queso porque para comer un agujero siempre hay que comer un poco de queso. El error es un agujero, un hueco que se cuela en la boca porque está rodeado por algo que es verdad o parece ser verdad: el queso. La mentira atenta contra la dignidad del otro, le desestabiliza y provoca una fractura. A quien le mienten le nace en el alma el árbol de la duda y guarda dentro de sí el regusto amargo de la falsedad. Se pregunta por qué le han mentido y al no encontrar respuestas se bebe el cántaro prohibido del rencor, lo cual dificulta el perdón y el olvido. Peor aún si la mentira vuelve y lastima de nuevo haciendo que la llama de la verdad parpadee hasta extinguirse. Sin embargo, como ocurre con los bosques arrasados, hay ocasiones en que la confianza bebe de un río de luz que le permite renacer de sus cenizas y aparecer en medio de un amanecer luminoso.

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